1 abril, 2024
Hace sólo unos pocos días, un municipio de la costa lucense hacía pública la convocatoria de una variopinta comisión para que la ciudadanía opine cómo debe ser su futura enseña oficial y, casi al mismo tiempo, la prensa gallega se hacía eco también de un cierto debate entre varios municipios de la vieja Tierra de Santiago por causa de los símbolos heráldicos con que se identifican. En todo ello no hay nada nuevo, porque cuando estos asuntos se enfocan mal y unos y otros quieren hacer valer su poco autorizada opinión –ambas cosas suceden con harta frecuencia-, los conflictos y enfrentamientos no se resuelven, sino que se enquistan… y en este terreno no hay cosa peor. Hoy, aprovechando el hueco que se me brinda en este nuevo diario, al que saludo con afecto y esperanza, llamo la atención respecto a estos asuntos de una manera clara y bajo la exigencia de una necesaria brevedad.
En primer término, creo necesario anticipar que mi parecer en esta materia coincide plena y naturalmente con el que se expresa en la propia normativa vigente; esto es, que la creación de los escudos y banderas municipales debe sujetarse a los criterios de selección y a las normas o pautas de representación formal depuradas a lo largo del secular recorrido de los emblemas heráldicos; más de ocho siglo nada menos. En ello está la mejor garantía para que el enriquecimiento de patrimonio cultural de los municipios no suponga un menoscabo de sus propias tradiciones y mucho menos, todavía, de aquellas otras que constituyen la esencia del sistema emblemático heráldico.
Los procedimientos están demasiado mediatizados por los usuarios o destinatarios, en especial de las autoridades municipales / Es necesario conocer los mecanismos de las representaciones heráldicas del medievo
Para cumplir con este principio rector, las denominadas asesorías, comisiones o consejos asesores que en España gestionan los procedimientos de creación o rehabilitación de los escudos y banderas municipales, deben contar con especialistas competentes en la materia, aunque este requisito no siempre puede alcanzarse debidamente, pues escasean más –mucho más- de lo que se piensa. Aclaro, de inmediato, que la única garantía de un buen hacer en este campo tan específico sólo puede derivarse de una experiencia curricular basada en la detenida observación y estudio de los testimonios heráldicos. Me refiero, en suma, a que el conocimiento y buen gusto a la hora de organizar, representar y aprobar unas armerías municipales, exige conocer los mecanismos de estilización y adecuación espacial de las decoraciones góticas y, más en particular -como es natural-, de las propias representaciones heráldicas de los últimos siglos del medievo.
Es cierto, por lo demás, que los aludidos procedimientos suelen estar mediatizados por los propios usuarios o destinatarios, caso sobre todo de las autoridades municipales interesadas, sin olvidar tampoco las casi inevitables interferencias de ciertos eruditos locales, que agitan las singularidades de carácter localista o ideológico. Y todavía más, inevitablemente, por la falta de pericia de quienes asumen la responsabilidad de organizar y representar los emblemas municipales. En este punto no puedo menos que insistir en la necesidad de conocer los mecanismos de estilización y adecuación espacial de las representaciones heráldicas del medievo, pues ahí están las claves del mejor arte heráldico. Se trata, claro es, de un saber tan imprescindible como singularísimo, siendo de lamentar que no figure ni se reconozca entre los varios que suelen argüirse, centrados sobre todo en algunos aspectos teóricos, tal como los diferentes recursos o mecanismos formales o en el consabido y sobrevalorado dominio de los términos y giros específicos propios del lenguaje heráldico.
De la conjunción de estas y otras circunstancias varias se deriva el pobrísimo panorama heráldico que exhiben muchos de nuestros municipios. Es cierto que esto ya ocurría en un periodo anterior, pero hay algunas diferencias sustanciales que deberían ser tenidas en cuenta; entre ellas, la más principal -a mi modo de ver- es que el mal gusto heráldico de entonces se concentraba directa y preferentemente en las representaciones, como consecuencia de la ruptura de la transmisión visual que se produjo de manera más acusada a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. Pero en la actualidad, esa deriva formal ha terminado por consagrar una desenfocada concepción de los emblemas heráldicos. No profundizaré ahora en esta última e importante cuestión, pero sí creo necesario resaltarla y ponerla en relación con algunos de los aspectos más llamativos de orden formal que dan carácter al deplorable panorama actual.
A modo de ilustración, me refiero a tres de los más significativos, pese a que tal ignorancia y desvarío ha podido contar en no pocas ocasiones con el respaldo -cuando no con el cerrado aplauso- de personas doctas y pretendidamente entendidas en esta materia.
En primer término, apunto la consagración de unos mecanismos de representación en los que el elemento racional ejerce ahora un protagonismo prácticamente excluyente. Aunque esto puede resultar un tanto comprensible, al menos en el ámbito específico de los emblemas municipales, donde las creaciones ex novo acostumbran a resolverse por esa única vía, no puede obviarse su inevitable consecuencia: la postergación de las pautas que rigieron cuando la aparición y primer desarrollo de las armerías y, en última instancia, la creciente rigidez y encorsetamiento de los diseños heráldicos contemporáneos.
Negativo panorama heráldico de nuestros municipios en los que proliferan tantos y tantos dislates, incluso representaciones heráldicas en logotipos mezclando conceptos contrapuestos
En segundo lugar, debe anotarse la consiguiente percepción de los emblemas heráldicos municipales como una especie de compendio de carácter histórico-artístico y cultural. De ahí, pues, la tentación de transformar el campo de los escudos en una especie de vitrina donde pueden introducirse, combinarse o simplemente almacenarse, un número indeterminado y normalmente excesivo de alusiones y representaciones de cualquier tipo. Esto suele hacerse sin el orden y concierto requeridos; de ahí, el recurso –sea o no necesario- a particiones inoportunas, cuando no extrañas, por no ser de uso acostumbrado en nuestro ámbito.
Y ya por último, la cada vez más acusada tendencia a ignorar los criterios que, desde antiguo y a través de unos principios de carácter general, han servido para organizar y precisar la disposición de las figuras heráldicas, tal como el equilibrio, la simetría y la tendencia a la plenitud. Esto, como puede deducirse muy bien, tiene mucho que ver con la cada vez más acusada postergación de las pautas artísticas que se fueron depurando con el discurrir de los siglos y que, casi desde los primeros momentos, marcaron el camino para la clara singularización de las representaciones heráldicas y, no menos, para la todavía más peculiar especificidad del diseño de sus figuras, caso por ejemplo de la proverbial estilización de los trazados, la exquisita sencillez de los rasgos generales y la muy madurada exageración de los detalles significantes.
A partir de estos tres breves esbozos, en los que se condensan algunos de los defectos más llamativos del panorama heráldico de nuestros municipios, se comprende muy bien la proliferación de tantos y tantos dislates; lo es, por ejemplo, el dominio de la realidad sobre la abstracción, así como la tendencia a no adaptar las figuras a los espacios, recortando su trazado o reduciendo lastimosamente su tamaño, además del recurso a particiones tronchadas o tajadas, los fileteados, las borduras con alusiones muy leales y esforzadas… sin olvidar la tendencia y gusto por convertir las representaciones heráldicas en logotipos, mezclando así cualidades y conceptos contrapuestos, pues desnaturalizan el diferente peso del significado y el significante. A su inspiración, por tanto, podría decirse muy bien que escribir no es poner una letra detrás de otra, sino algo mucho más laborioso y complejo; de la misma manera, la acción de componer o maquetar un texto no puede ni debe ser pretexto para recurrir sin mayor sentido ni justificación a los generosos repertorios de tipos gráficos hoy ofertados, obviando sin más la capacidad simbólica de las tipografías (piénsese, por ejemplo, en el abuso -otrora recurrente- de las mayúsculas góticas, acaso en la creencia de que concedían mayor énfasis a los fonemas).
Mi propia y ya un tanto dilatada experiencia personal en este ámbito tan específico del saber histórico hacen que me embargue cierta desesperanza ante la ignorancia y el desvarío dominantes. En particular, porque la única posibilidad de moderar esta deriva y de encauzar correcta y debidamente la creación, rehabilitación y uso de los símbolos municipales está en dejar hacer a los que entienden del asunto; o sea, aceptar y confiar en su mejor criterio, que es fruto de su mayor y más exacto conocimiento de cómo nacieron y cómo se desarrollaron los emblemas heráldicos y, sobre todo, de cuáles son los recursos y mecanismos con que deben ser concebidos y representados. A partir de ahí, lo único que cabría exigir sería ya un buen gusto y un mejor oficio, en la seguridad de que sólo así podrán desterrarse los malos usos y materializarse felizmente los símbolos para que satisfagan y representen las aspiraciones de los municipios y sus vecinos.