7 abril, 2024
En una casa, el rincón más útil es el cuarto de baño. Entre los seres vivos, solo el homo sapiens realiza actos inútiles. En la naturaleza, nada es inútil y solo es realmente hermoso lo que no sirve para nada. La idea de utilidad es confusa. Lo que un día parece útil puede no llegar a serlo nunca y, a su vez, conocimientos abstractos adquieren con el tiempo una utilidad que jamás hubiésemos imaginado. A lo largo de la historia, los grandes descubrimientos han sido realizados por mujeres y hombres guiados no por el deseo de ser útiles, sino por el simple deseo de satisfacer su curiosidad.
La ciencia es el conjunto de conocimientos que utilizamos para comprender el mundo y modificarlo en función de nuestra conveniencia. El conocimiento científico se obtiene de manera metodológicamente preparada mediante la observación y la experimentación; es decir, mediante la investigación. La ciencia no es indiferente a la sociedad donde se genera y, entendida así, tan solo debe insistir en la búsqueda de nuevos datos y conceptos que aumenten el conocimiento y mejoren nuestra calidad de vida. No obstante, siempre será subversiva y se rebelará contra la autoridad, los dogmas, la irracionalidad y el pensamiento mágico.
«La investigación biosanitaria debe repercutir en una mejor salud de la
población, y lo está consiguiendo. La esperanza de vida aumenta y las
enfermedades agudas y crónicas se tratan con más eficacia. Incluso aquellas
que hoy no disponen de tratamiento, seguro que mañana lo tendrán».
Ahora bien, sería incorrecto reducir la ciencia a sus aplicaciones y a su capacidad de resolver problemas prácticos. El objetivo de la ciencia se asemeja más a la idea platónica de conocer la esencia última de la realidad, propósito que, fuera de un marco utilitarista, resulta posible combinando la actividad intelectual con los sentidos, la razón con la pasión. La ciencia encuentra lo útil, sobre todo, cuando busca lo inútil. El conocimiento siempre es rentable, sobre todo cuando se muestra, en apariencia, inservible. No existen aplicaciones de la ciencia que no estén respaldadas por un conjunto sistemático de conocimientos básicos. No hay conocimientos aislados, sino complejas articulaciones entre las muy distintas ramas científicas, desde la física y la medicina a la sociología y la historia. Promover esta actividad esencial implica crear las condiciones para el desarrollo científico en toda su amplitud. Y hacerlo, generación tras generación, con la única condición de proteger la calidad. Sin ciencia de calidad, no hay ciencia relevante.
La utilidad, en nombre de un dominante interés económico, destruye progresivamente la memoria del pasado, las disciplinas humanísticas, las lenguas clásicas, la libre investigación, la fantasía, el arte y el pensamiento crítico y divergente. En resumen, aquello que debería inspirar toda actividad humana. Los científicos suelen defender que la exploración libre de lo desconocido genera avances inesperados y que estos repercuten en una mejora de la cultura, del bienestar y de la economía. La ciencia se debate entre su utilidad o el pleno disfrute del descubrimiento, de igual forma que el ser humano todavía no ha resuelto el propósito de su existencia: ¿ser útil o ser feliz?
Para una investigación de calidad, la necesidad de fondos económicos –cada vez mayores– obliga a obtener resultados que produzcan beneficios prácticos en el menor tiempo posible. Esto es especialmente relevante en sociedades que, como la nuestra, invierten muy poco en ciencia. Por lo tanto, esta tendencia progresiva fuerza una investigación cuyos resultados proporcionen una aplicación inmediata. A pesar de ello, se estima que más del 85 % de los esfuerzos dedicados a la investigación se acaba desperdiciando y hasta el 95 % son falacias sin rebatir. Estos datos obligan a reflexionar sobre el exceso de artículos científicos, las presiones por publicar estudios y el error por parte de las instituciones educativas y científicas de medir los resultados al peso.
La investigación biosanitaria debe repercutir en una mejor salud de la población, y lo está consiguiendo. La esperanza de vida aumenta y las enfermedades agudas y crónicas se tratan con más eficacia. Incluso aquellas que hoy no disponen de tratamiento, seguro que mañana lo tendrán. Visto así, si lo único que necesitamos son los hechos, y nada más que los hechos, parece que vamos bien. Mas, prescindiendo de los hechos, es fácil comprobar que la calidad de nuestra mayor supervivencia no es buena. Aumentan las enfermedades psiquiátricas y los suicidios, incluso en la adolescencia y en la juventud. La sociedad vive más, pero no es más feliz. Ante este panorama cabe preguntarse si lo que importa es la cantidad o la calidad. ¿Vivir bien o vivir más?
En diciembre de 1995, la revista British Medical Journal –una de las diez mejores revistas biomédicas— publicó una investigación realizada en doscientos individuos a los que se les medía el tamaño de las orejas de forma seriada: la conclusión fue que el pabellón auditivo crece 0,22 mm por año. Meses después, la misma revista publicó dos estudios similares realizados en Japón y en China en los que se concluía una relación directa entre el tamaño de las orejas y el nivel económico de sus propietarios.
La sociedad debería proteger y desarrollar la investigación básica y hacer que
sea más fácil trasladarla a aplicaciones y tecnologías que faciliten un mundo
mejor. Como señala Pedro Echenique, «la ciencia es económicamentedecisiva, culturalmente crucial y, además, es estética e intelectualmente bella».
Frente a la “investigación” disparatada, surge la necesidad de una investigación biomédica responsable, básica y clínica, que devenga –incluso la aparentemente inútil– en un instrumento útil y carente de sesgo comercial. La investigación biomédica debe estar centrada en el enfermo y no en satisfacer expectativas comerciales ni en dar respuesta a las necesidades de los patrocinadores.
La cultura del siglo xxi será una cultura científico-tecnológica y solo aquellos países que sean conscientes de ello serán protagonistas de su futuro. La sociedad debería proteger y desarrollar la investigación básica y hacer que sea más fácil trasladarla a aplicaciones y tecnologías que faciliten un mundo mejor. Como señala Pedro Echenique, «la ciencia es económicamente decisiva, culturalmente crucial y, además, es estética e intelectualmente bella». Que siga siéndolo pasa por ser un objetivo inaplazable.
Victoria Sánchez Costa me obligó a escribir estas líneas. Ella es la culpable.