14 abril, 2024
A la vista de una desafección generalizada hacia la clase política, el título de esta columna podría interpretarse como una paradoja provocativa o como un chascarrillo de mal gusto. Sin embargo, casi todo en la vida tiene explicación.
El cerebro humano es un órgano inabarcable cuya complejidad y evolución nunca llegaremos a comprender. Ahora bien, a los efectos de escribir estas líneas, cabe señalar que en las profundidades del lóbulo temporal se aloja una parte primitiva, común en muchas especies, denominada sistema límbico. Esta zona procesa emociones que, como el miedo, la ira o la alegría, son esenciales para la supervivencia. La otra parte del cerebro, mucho más evolucionada y exclusiva de la especie humana, es la corteza prefrontal, responsable del pensamiento racional. Las emociones se desarrollan antes que la capacidad de razonar, aunque en ocasiones resulte natural cuestionar la emergencia de esta capacidad ulterior.
La razón, con su lógica fría y calculadora, procura tomar decisiones basándose en la información disponible, en el análisis objetivo y en la planificación estratégica. Nos permite evaluar las consecuencias de nuestras acciones, sopesar pros y contras, actuar de manera racional y eficiente. Por otro lado, los sentimientos son impulsos poderosos que surgen de las emociones e influyen en nuestras decisiones de forma visceral, a veces incluso sin que seamos conscientes de ello.
Aunque ambas partes están conectadas y se relacionan entre sí, la circulación en doble sentido no es análoga. Las emociones influyen en la razón de forma espontánea y casi instantánea, mientras que la influencia del pensamiento racional en las emociones es un proceso más elaborado que depende de factores sociales, culturales e individuales, y también del momento en que se produce: en situaciones de una elevada carga emotiva, es difícil que el pensamiento racional influya en una respuesta emocional.
Conocer el funcionamiento cerebral quizá sirva para explicar, al menos en parte, ciertos escenarios sociopolíticos, especialmente aquellos que nos producen sentimientos de confusión y estupefacción. Sin necesidad de ser analista político, sino mero observador, pasivo y paciente, cabe inferir que lo que subyace en el conflicto territorial es una radical discrepancia con respecto al concepto de patria. Quienes defienden la idea sagrada de la unidad satanizan a quienes se oponen a ella, negando de ese modo cualquier atisbo de legitimidad en sus aspiraciones, mientras que los que proponen soluciones independentistas parecen ir en contra de una tendencia universal hacia la globalización.
Han transcurrido más de quinientos años desde el establecimiento de la idea de España por parte de los Reyes Católicos, una concepción nacional basada en la unificación territorial, la centralización política y la promoción de la unidad religiosa. Pese a este largo recorrido, los libros de historia nos muestran cómo este concepto no ha cuajado homogéneamente en todo el territorio y, de forma repetida y persistente, aparecen signos de una mayor confrontación entre ambas aspiraciones.
Quienes defienden la cultura propia y el derecho de autodeterminación anteponen su identidad como pueblo y el deseo de fundar un nuevo estado que, además de ser más eficiente y eficaz en la gestión de los recursos, deje atrás un cierto sentimiento de opresión y discriminación. Los contrarios a esta orientación ideológica consideran que el separatismo genera violencia y desestabilización, con la consecuente pérdida de beneficios para la comunidad y el peligro de una discriminación selectiva de grupos minoritarios dentro del nuevo estado independiente.
A diferencia de la razón, las emociones son muy poco manipulables. Sentimientos como el amor, el orgullo, la nostalgia y el sentido de pertenencia pueden ser reclamos muy poderosos para defender una determinada noción de patria o para contribuir al bienestar de la comunidad. Las razones pesan menos. En consecuencia, algunas decisiones particularmente significativas, como adoptar un conjunto de valores o un sistema político, van a quedar supeditadas a nuestro cerebro más primitivo.
Desprovista de sentimientos, la razón puede ser fría e insensible, incapaz de comprender las necesidades y motivaciones humanas. Desprovistos de razón, los sentimientos pueden conducirnos a tomar decisiones impulsivas y erróneas, siempre bajo los efectos de la emoción de un momento en el que no se tienen en cuenta las consecuencias a largo plazo.
Sería necesario un sosiego, ¿inexistente?, para valorar las diferentes fuerzas que pueden influir en nuestro concepto de patria, para pensar crítica y razonadamente sobre ellas. Mientras la carga emocional siga siendo decisiva en ambas orientaciones, la actividad racionalizadora de la corteza prefrontal quedará relegada a un segundo plano. Una vez más, el yo animal prevalece sobre los valores exclusivos del Homo sapiens, los cuales nos permitirían encontrar un equilibrio en la eterna danza entre emociones y sentimientos, en su armonía límbica, y las razones prefrontales con las que tomar decisiones para mejorar la convivencia. Y quizá con ello, también, la salud.