28 abril, 2024
Pitágoras fue un reconocido matemático que creó la primera escuela filosófica. Sus seguidores llevaban una vida en común, al margen de la política y la vida activa, dedicada al cultivo del conocimiento, a la que se llamó «ideal filosófico de vida». Compartían residencia, comida y sus días estaban controlados por un reglamento, que se parecía bastante al de las futuras reglas monásticas. Y como los monjes, los pitagóricos debían permanecer solteros. Su vida filosófica era una elección, que se plasmó en una alegoría: la del héroe Heracles en la encrucijada.
Heracles era un hijo de Zeus, que, tras superar una serie de pruebas físicas conocidas como los «trabajos de Heracles», consiguió ascender al Olimpo y convertirse en dios, inmolándose en una pira en el monte Oeta, y cambiando así su condición humana por la divina. Se decía que un día había tenido que escoger entre dos caminos: uno muy agradable y sin obstáculos, que sería el fácil camino del vicio, y otro arduo y lleno de obstáculos que sería el camino de la virtud, un camino que no se puede seguir sin hacer un esfuerzo constante. Para poder seguir el camino de la virtud era necesario superar un conjunto de pruebas, áthloi, de donde deriva el nombre de atletas. Esas pruebas podían ser meras exhibiciones físicas, pero también exigían tener valor para enfrentarse al peligro, en el caso del heroísmo bélico, o para sufrir el dolor, como fue el caso de los mártires cristianos, que se llamaban así mismos «atletas de Cristo».
Los pitagóricos convirtieron a Heracles, que era famoso por su hazañas físicas, en un héroe filosófico y creyeron que el cultivo del saber permitía superar la condición humana y lograr la inmortalidad, haciendo que el alma retornase al cielo, y pasando a vivir en la Luna, que era algo así como el paraíso de los filósofos muertos y felices para siempre. La inmortalidad para los griegos era inseparable del mantenimiento de la memoria de los difuntos, ya fuese mediante las lápidas en las que se grababa su nombre, ya con fiestas anuales como las Anthesterias, muy similares a nuestra fiesta de Difuntos, o recordando por oral y por escrito el prestigio que habían logrado con los triunfos en el campo de batalla, en la política o con los descubrimientos científicos.
Somos en gran parte herederos de los griegos, pasando por el filtro del cristianismo. Y en este caso Europa no iba a serlo menos cuando cambió la idea de la fama, exclusiva de los héroes guerreros, por la fama o la gloria alcanzada por los artistas, escritores y sabios, lograda a través del recuerdo vivo de sus obras. El modelo de la vida intelectual y desinteresada del sabio que desprecia los honores y las riquezas, porque valora sobre todo el conocimiento, siguió vivo hasta no hace mucho, y se encarnó en la figura de genio científico, cuyo icono más famoso aún sigue siendo Einstein; del gran pensador, como lo fue Kant; o del gran médico, cuyo ideal representaría en España Ramón y Cajal. En los años veinte del pasado siglo el sociólogo Max Weber sistematizó esa idea en sus ensayos La ciencia como vocación y La política como vocación. Y reivindicó la validez del primero de ellos, identificándolo con los valores académicos que se encarnaban por antonomasia en las universidades alemanas.
Pero las cosas comenzaron a cambiar con la II Guerra Mundial, cuando las universidades pasaron a ser presa de los intereses políticos, ya fuesen del nazismo, el fascismo o el estalinismo, y a ser un instrumento de los intereses económicos, que en esa guerra se encarnaron en un complejo militar industrial, que consiguió coordinar casi todas las ramas de las ciencias y las ingenierías, a partir del macro Proyecto Manhattan, que permitió fabricar las primeras bombas atómicas.
Desde entonces los geniales científicos solitarios, y un tanto estrafalarios, como Einstein, Gödel, Darwin, madame Curie, Ramón y Cajal… pasaron a ser sustituidos, por una parte, por toda la dinastía de los Premios Nobel, que año tras año se otorgan a científicos de los que nada sabe el común de los mortales, y por otra por los millones de hombres y mujeres que realizan día y día y a lo largo de casi todo el mundo un gigantesco trabajo, organizado y coordinado sistemáticamente, y que necesita de una gran financiación, y en menor medida del apoyo político y académico, al que podríamos llamar la industria del conocimiento.
En la industria del conocimiento, como en todas las demás, hay patronos y obreros, propietarios de los medios de producción y asalariados que trabajan para esas instituciones, y cuya vida y cuyos salarios se rigen por las leyes de la economía de mercado, que hacen que, por ejemplo, la escasez de especialistas en un campo suponga que suban sus salarios, y el exceso de ellos en otros campos provoca la bajada de los mismos. Ya nadie espera que el científico sea un genio, más o menos brillante e inconformista. Al contrario, se espera de él que sea un peón, una parte del engranaje de una gigantesca máquina. Los científicos ya no son como Ramón y Cajal o Pasteur y los Curie, que trabajaban en pequeñas habitaciones con sus microscopios o tratando un mineral para extraer el radio o el polonio. Trabajan dentro de una cadena de mando, dependen de quien financie sus equipos y, o bien descubren patentes que serán rentabilizadas por las empresas, quedándose ellos con la gloria, o bien tienen que publicar en las que revistas en las que hay que publicar lo que esas revistas creen que se debe publicar. Y el mundo de esas revistas se ha convertido también en un gigantesco conglomerado controlado por una pocas empresas, que pueden cobrar a los autores por publicarle sus artículos, y luego vender a precios astronómicos sus revistas a las instituciones de sus autores.
Los científicos ya no son genios solitarios, dispuestos a sacrificar su vida por el saber. Son personas como las demás. No son héroes, ni quieren serlo, lo que puede parecer lógico. Pero, siendo personas inteligentes, deberían darse cuenta de que son víctimas de un sistema industrial, académico y político, en el que cualquiera de ellos puede ser sustituido por otro, mejor, y a veces más barato si proviene de la India, China o Rusia. Y en el que quien manda no es quien más sabe, sino quienes son los propietarios de las grandes industrias; o bien los políticos que manejan los ingentes presupuestos estatales; y las autoridades universitarias, a su vez empleadas de los propietarios de las grandes universidades, o bien funcionarios públicos con aspiraciones políticas.
«Los científicos ya no son genios solitarios, dispuestos a sacrificar su vida por el saber. Son personas como las demás. No son héroes, ni quieren serlo, lo que puede parecer lógico. Pero, siendo personas inteligentes, deberían darse cuenta de que son víctimas de un sistema industrial, académico y político, en el que cualquiera de ellos puede ser sustituido por otro, mejor, y a veces más barato si proviene de la India, China o Rusia»
Nadie puede vivir sin alguna ilusión, sea esa la religión, la fama, la gloria o el bienestar. Y por eso para hacer que los científicos se esfuercen en su trabajo es necesario prometerles algo: dinero, prestigio, poder, o influencias, sean del tipo que sean. Sería ingenuo creer que alguien puede llegar a ser millonario solo por ser científico. Bill Gates se hizo millonario por sus empresas, no por su sabiduría, de la misma manera que se hizo millonario Amancio Ortega. El prestigio puede convertirse en dinero, consiguiendo un puesto mejor pagado para seguir siendo asalariado. Pero ese prestigio se está desnaturalizando con la industria de las revistas y los índices de impacto, que son auténticas zanahorias para que los animales motrices sigan andando. Una industria que hace ricos a los editores, a costa de los científicos y los organismos públicos.
En la encrucijada de su vida el científico opta por un camino del conocimiento que será el de su propia servidumbre. Se le incentivará con salarios altos – en otro países, no aquí-, se le engañará ofreciéndole un prestigio ilusorio en el que solo los científicos creen. Y se le manipulará. Se le utilizará cuando sea útil y se le desechará cuando ya no sirva, ni él ni el campo de su saber, como se manda un texto a la papelera de reciclaje.
Si la riqueza está en las empresas y el poder en la política, el científico tendrá que escoger entre seguir el camino de la virtud y el saber, y acabar por no ser casi nadie; o, como cualquiera no se puede hacer rico, pasarse a la política, que es el reino no de los inteligentes, sino de los espabilados, y no de quienes crean riqueza privada, sino de quienes gastan el dinero público.