2 junio, 2024
Se dice que el aleteo de una mariposa puede traer como consecuencia la formación de un ciclón. No directamente, claro, pero si mediante una serie de causas encadenadas. Algo de esto ocurre también en las transformaciones sociales y económicas, en las que docenas de causas aparentemente carentes de importancia pueden hacer que cambie el mundo, como veremos a continuación.
Jonas Hanway (1712-1786) es conocido por sus esfuerzos a favor de los niños abandonados, casi siempre huérfanos o hijos ilegítimos. Esos niños vagaban por los caminos, en los que algunas madres abandonaban también a sus hijos ilegítimos. A su lado pasaban los respetables ciudadanos que se encogían de hombros y apartaban la vista. Por lo general esos niños eran acogidos en las casas parroquiales, en las que malvivían en habitaciones oscuras y carentes de todo tipo de condiciones. Por eso se decía que » pocos hijos de la parroquia viven hasta llegar a aprendices».
«Hasta el siglo XIX los nobles exhibían su riqueza en sus vestidos, con sus adornos dorados y telas de lujo. Los eclesiásticos llevaban sus hábitos, los militares sus uniformes, los grupos profesionales tenían los atuendos adecuados para sus trabajos. Y a los grupos marginales se les ponía una marca. Los judíos debían llevar un brazalete amarillo»
Jonas Hanway, junto al capitán de la marina Coram, lucharon por conseguir bajo el reinado de Jorge II que se crease un Founding Hospital, es decir, una inclusa. Tras su apertura en 1745, Haendel regaló un órgano a ese centro, Hogarth le hizo un cuadro como regalo y muchas personas hicieron contribuciones en efectivo, de las que vivió hasta que en 1756 el Parlamento aprobó su presupuesto. Hanway consiguió además que el rey Jorge III dictase una ley, que el Parlamento aprobó, por la que los «hijos de las parroquias» fuesen acogidos en casas campesinas, en las que mejoró notoriamente su salud.
Pero además de por esto Hanway posee un gran mérito. Es, nada más ni nada menos, que el responsable del uso del paraguas, del que podemos decir que es casi un símbolo nacional en Inglaterra. Comenzó utilizando uno, por lo que fue objeto de burlas de quienes se cruzaban con él por la calle. Los cocheros y los portadores de sillas de manos comenzaron a protestar, porque se dieron cuenta de que sus servicios ya no serían necesarios. Y es que a ellos acudían burgueses y nobles para poder circular por unas calles no empedradas, que se convertían en una barrizal bajo la lluvia. Hanway no fue del todo original, porque ya en 1710 Jonathan Swift había escrito en su City Shower: «las costureras, recogiendo la falda, andan con paso rápido, mientras que el agua se desliza por los lados de sus sombrillas impermeabilizadas». Reconozcamos a cada cual su mérito innovador y demos prioridad a las costureras. Pero quien se hizo famoso, y fue imitado cada vez más por usar el paraguas fue Hanway.
El paraguas es un vehículo no propulsado que permite caminar bajo la lluvia. Es de uso individual, aunque puede compartirse en prejuicio de uno de los dos caminantes. Y además su valor se mide por su eficacia. Lo importante en él es la tela, y no la empuñadura, y como su parte exterior no se ve, no tiene sentido decorarlo con escudos de casas nobles, comerciales, o de corporaciones profesionales. Dicho de otro modo, el paraguas es un instrumento democrático, que naturalmente no todo el mundo se podía permitir en los siglos XVIII y XIX.
«Durante milenios las noticias se transmitían de boca en boca, y para saber qué pasaba en otros lugares, y mucho más en países lejanos, había que esperar que llegase un mensajero en coche, a caballo o en un barco. Desde el imperio romano solo los privilegiados podían viajar»
El paraguas formó parte del proceso de nacimiento del caminante de masas. Miles y miles de personas bajo sus paraguas pasan a ser iguales. Y a partir del siglo XIX esa igualdad se reforzó por los cambios de la modas que hicieron que por la calle se borrasen poco a poco las distinciones sociales. De tal modo que pasear dejó poco a poco de ser un ritual de identificación y reconocimiento de cada cual según su rango. Ya en el siglo V a.C. se quejaba un ultraconservador ateniense de que por la calle ya no se distinguían libres y esclavos, porque todo el mundo vestía casi igual, y los esclavos llevaban el pelo largo, lo que era un privilegio de los libres. Hasta el siglo XIX los nobles exhibían su riqueza en sus vestidos, con sus adornos dorados y telas de lujo. Los eclesiásticos llevaban sus hábitos, los militares sus uniformes, los grupos profesionales tenían los atuendos adecuados para sus trabajos. Y a los grupos marginales se les ponía una marca. Los judíos debían llevar un brazalete amarillo, y en el Imperio Otomano cada etnia tenía el de su propio color. Las viudas y viudos iban marcados por el luto. Y de este modo todo el mundo podía reconocer a todo el mundo.
Ir por la calle y ser rechazado por las miradas o las distancias, que podían convertirlo a uno en un paria, podía tener graves consecuencias en pequeñas comunidades, como la ciudad de Santiago, cuyo icono también fue el paraguas durante mucho tiempo. Eso le pasó al inquisidor Hernando de Montoya entre 1582-92. Llegó a Santiago desde la catedral de León y fue ayudante del corrupto inquisidor Alba. Pronto se dio cuenta de que el tribunal no funcionaba por varias razones. La primera es que en Santiago había un número desmesurado de familiares del Santo Oficio. Es decir, de delatores de sus conciudadanos. El puesto eximía del pago de impuestos, y esto ya era todo un incentivo. Pero además, como las denuncias eran anónimas, podían servir para hacer ajustes de cuentas y tomarse venganzas infames.
«El sello de correos hizo posible que circulasen las noticias, entre gente letrada y no letrada, ya que las cartas se leían en alto, desde la India a Escocia, o desde Buenos Aires a Vigo. Gentes sencillas pudieron así tener noticias de sus seres queridos, a los que en el caso de la emigración nunca llegarían a volver a ver»
El doctor Montoya se dio cuenta de que había funcionarios, como Juan Quiroga, que cometía desmanes de todo tipo, amparados por el Inquisidor y las élites locales. Intentó denunciarlo todo, pero cayó en el ostracismo. No podía ni salir por las rúas compostelanas y así cayó «en una enfermedad que los médicos llaman manía causada por un humor melancólico y hasta ahora tiene los accidentes y lúcidos momentos a los mismos intervalos». O lo que es lo mismo, se volvió loco, por querer ser honrado, y ser acosado sin piedad. En otra época nadie lo hubiera reconocido paseando bajo un paraguas.
Si pequeño es un paraguas, más lo es el sello de correos, que permitió que cualquiera pudiese enviar una carta, sin importar su clase social, y decir en ella lo que considerase oportuno. Debemos la invención a Rowland Hill, que se enfrentó a políticos y funcionarios para crear el penny post. Durante milenios las noticias se transmitían de boca en boca, y para saber qué pasaba en otros lugares, y mucho más en países lejanos, había que esperar que llegase un mensajero en coche, a caballo o en un barco. Desde el imperio romano solo los privilegiados podían viajar en el cursus publicus, o sea, por las vías y el sistema de posadas, llevando escoltas y disponiendo de carros y cambios de postas. Así enviaban sus mensajes los emperadores, magistrados, militares, y luego los Papas, obispos y abades.
El pueblo llano no podía disponer de esos medios, cuando por ejemplo alguien emigraba al Nuevo Mundo, o cuando los soldados y comerciantes permanecían años alejados de sus casas. Los comerciantes tenían sus redes de corresponsales, y lo tenían más fácil. Si además, había un pueblo, como el judío, con comunidades desde la India a Escandinavia, había más alternativas, pero eran exclusivas de esas corporaciones.
El sello de correos hizo posible que circulasen las noticias, entre gente letrada y no letrada, ya que las cartas se leían en alto, desde la India a Escocia, o desde Buenos Aires a Vigo. Gentes sencillas pudieron así tener noticias de sus seres queridos, a los que en el caso de la emigración nunca llegarían a volver a ver. Además así circularon informaciones útiles sobre los lugares a los que era mejor emigrar y sobre las oportunidades de todas clases. Así los mensajes escritos dejaron de ser el privilegio de los poderes políticos, militares y económicos.
Pero la cosa no quedó aquí. El penny post tuvo un éxito extraordinario y comenzó a dar muchísimo dinero, naciendo así las administraciones de correos, primero en Inglaterra, y luego en otros países. Cuanto más mejoraron los medios de transporte con los barcos de vapor o los ferrocarriles, más tráfico de correos hubo. Y así fue como nació todo un sector económico, gracias a unos insignificantes cuadraditos de papel que Roland Hill se empeñó en crear para igualar en dignidad a los poderosos con los humildes.