28 mayo, 2024
Nacemos como morimos, solos, pero lo hacemos en un lugar y un momento que no pudimos elegir. Y llegamos a ser lo que somos no por nuestra propia voluntad, sino porque vivimos inmersos en unos mundos en los que nos reconocen como personas y nos dan nuestra identidad. El primero de esos mundos es el mundo físico, o nuestro marco geográfico condicionado por su clima, su territorio y su medio ecológico. Los médicos griegos llamaban a ese mundo el de las aguas, los aires y los lugares, y pensaban que esos elementos no solo condicionaban los cuerpos, sino que también modelabas las almas. Sentimos una sensación de pertenencia con los lugares en los que vivimos, y por eso los llamamos nuestra tierra, o nuestro hogar. Y creemos también que esa debe ser la base física de la patria que nos reconoce y a la que reconocemos.
El segundo de esos mundos es el mundo social. El mundo social es un mundo cambiante, que está marcado por el paso de las generaciones. En él partimos del mundo de nuestros antecesores, que ya estaba ahí en el momento de nuestro nacimiento. Ese mundo desemboca en el mundo del presente, y a su vez se proyecta hacia el futuro. Cuando san Agustín estudió la naturaleza del tiempo en sus Confesiones señaló que en realidad el pasado no existe, existió, que el presente es solo un límite entre pasado, presente y futuro, y que por lo tanto el tiempo es básicamente el futuro. La vida se mantiene mientras haya una tensión, a la que él llamó la libido, el deseo – como luego haría Freud. Y como el deseo espera siempre convertirse en realidad, por eso solo habrá vida mientras haya esperanza, tanto en el caso de las personas como de las colectividades.
Una comunidad existe, no porque provenga de un pasado más o menos remoto, sino porque tiene la voluntad de serlo. Y fue por eso por lo que el historiador Ernest Renan, especialista en la historia de los judíos y los árabes, llamó a la nación «un plebiscito cotidiano». Por eso a lo largo de la historia los pueblos y los estados nacen, crecen y se extinguen, tal y como señalaba el profeta Daniel durante la época del exilio del pueblo judío en Babilonia (586-538 a. C), cuando a quien le tocaba ser un pueblo sin patria era al pueblo judío.
La historia es el reino de lo contingente, de lo que pasó de una manera y no de otra. Es el mundo en el que de varias cosas que podrían ocurrir solo ocurrió una, que desembocó en otra, a su vez ganadora entre un nuevo abanico de opciones, llegando así hasta el presente. Sin embargo los historiadores, que pretenden saberlo todo cuando en realidad no saben casi nada; los filósofos, que creen que la realidad no es más que un obstáculo que puede hacer sombra a sus teorías; y los políticos, que necesitan manipular a la gente para poder gobernarla, sembrando unas veces el odio y otras las falsas ilusiones, no paran de decir que todo lo que pasa tiene una explicación, y que puede reducirse a un esquema muy sencillo.
Esto pasa cuando se habla de la historia de los pueblos y las naciones. Casi todo el mundo cree que cada estado-nación tiene un territorio con unas fronteras perfectamente definidas, más por la naturaleza que por la historia. Esa tierra es el escenario en el que transcurre la historia de cada pueblo, una historia que se cuenta en una narración. Hay un protagonista de la historia nacional que mantiene una identidad básica desde sus orígenes a la actualidad. Se suele creer además que la identidad más pura es la más antigua, por ser la identidad originaria, a la que se debe volver. Sería la identidad de los celtas en el caso de Francia Irlanda, Galicia; la del sempiterno pueblo vasco, con su lengua incólume desde la prehistoria; la de los germanos, para Alemania y los países escandinavos; la de los griegos y los romanos; la de los Padres Fundadores de los EE.UU. …
Ese pueblo protagonista está orgánicamente unido a una tierra, o llega a ella tras una conquista. Este sería el caso de los EE.UU., que conquistan la tierra prometida, siguiendo el modelo del pueblo judío de la Biblia, de los propios judíos en su versión mítico-religiosa de su historia, de los magiares que se asientan en Hungría… Parece muy sencillo, pero en realidad la historia es como un péndulo de conquistas y pérdidas, de avances y retrocesos, unido a la fragmentación de los estados y los imperios. Y en ese movimiento pendular unos pueblos se mezclan con otros, casi siempre uno se impone sobre los demás y crea una unidad política por la fuerza, hasta que la pierde.
«A lo largo de la historia los pueblos y los estados nacen, crecen y se extinguen, tal y como señalaba el profeta Daniel durante la época del exilio del pueblo judío en Babilonia (586-538 a. C), cuando a quien le tocaba ser un pueblo sin patria era al pueblo judío.»
El pueblo protagonista de las narraciones históricas suele tener un antagonista, o varios, rivales con los que se va enfrentando a lo largo de la historia: pensemos en la tensión entre el poder central y los poderes periféricos en los libros de historia de Galicia, Cataluña o Euskadi, o en el eterno enfrentamiento entre España y sus enemigos. A ese pueblo le ayudan otros pueblos y una determinada serie de circunstancias, que le permiten alcanzar su objetivo: la constitución de un estado-nación, en el que un pueblo casi puro se da a sí mismo su destino. Entonces desaparecen todas las contradicciones y el relato de los historiadores llega a un final feliz.
Todo esto pude ser discutible o más menos útil para comprender la historia europea, pero carece de valor en el caso de la historia de los países islámicos, que se extienden desde Marruecos a Indonesia, en los que viven cientos de millones de personas en territorios muy diferentes y cambiantes a lo largo de la historia, y en los que la idea de un pueblo como comunidad política exclusiva carece de valor, porque la idea de umma, o comunidad religiosa, estaría por encima de las identidades geográficas, étnicas, lingüísticas e históricas. Eso es el que ocurre en el islam en general, y lo que le está pasando a un conjunto heterogéneo de pueblos, víctimas del proceso de descolonización europeo, que creó una serie de estados artificiales en África y Oriente Medio, siendo a día de hoy, paradójicamente, el más antiguo el estado de Israel, que nace a la vez que la nakba, o exilio de diferentes pueblos y fragmentos de pueblos a los que llamamos palestinos.
«El pueblo protagonista de las narraciones históricas suele tener un antagonista, o varios, rivales con los que se va enfrentando a lo largo de la historia: pensemos en la tensión entre el poder central y los poderes periféricos en los libros de historia de Galicia, Cataluña o Euskadi, o en el eterno enfrentamiento entre España y sus enemigos.»
Fue un palestino, Edward W. Said, quien acuñó la idea de que la identidad palestina, como muchas otras en la historia, es una identidad reactiva, lo que no es ni mejor ni peor, solo es un hecho. Said fue profesor de literatura comparada en las universidades norteamericanas y fue hijo de un palestino, nacido en El Cairo, que consiguió la nacionalidad norteamericana por haber combatido en ese ejército durante la I Guerra Mundial , cuando Egipto era un protectorado británico. Durante buena parte de su vida Said defendió la causa palestina, lo que le llevó a enfrentarse con Yasser Arafat, cuando descubrió la malversación de la ayuda internacional que él y su esposa estaban llevando a cabo. De hecho tras su muerte se descubrió que parte de esos fondos estaban en un banco suizo, en una cuenta de la que era titular su viuda. La ANP (Autoridad Nacional Palestina) tuvo que litigar para lograr la restitución de los mismos.
En su autobiografía, que tiene un título más que elocuente: Fuera de lugar (Barcelona, 2001) expone esta idea de no pertenencia a ninguna patria, a la que parecen querer destinar a los palestinos. Said señala que antes de la creación del estado de Israel no había tal cosa como una identidad palestina, porque los llamados palestinos eran por una parte habitantes de las ciudades, que convivían con otros pueblos, como los judíos que en la fecha de la creación del estado de Israel, y antes de la llegada de los judíos europeos constituían el 25% de la población de lo que iba a ser el estado judío. En segundo lugar había palestinos nómadas, que se movían desde la península Arábiga hasta Turquía, y a los que las fronteras les eran indiferentes, y por ultimo tendríamos a los campesinos, normalmente pobres, bastante indiferentes a la política y al integrismo islámico, y parte olvidada de las narraciones históricas.
Todas estas poblaciones se vieron sacudidas por un doble trauma. En primer lugar el estado de Israel nace tras el Holocausto y sus seis millones de víctimas, en 1947. Primero solo fue reconocido por la URSS, debido a que el propio Stalin era consciente de ese problema, como lo demuestra el hecho de que encargase a Ilya Ehrenburg y Vassili Grossman la coordinación de los trabajos del Libro Negro (Le Livre Noir. Textes et témoignages, Solin, Paris, 1995) en cuyas 1.130 páginas se puede ver lo que pasó en Bielorrusia, Ucrania, Estonia, Letonia y Lituania con fechas y lugares, completando el listado de más de un millón de víctimas, en su mayoría campesinos y artesanos de las ciudades. Es fácil comprender, incluso para algunos militantes actuales, que en la URSS de Stalin no había capitalistas, ni judíos, ni de ninguna clase. Y por eso se debería entender también que el estado de Israel no fue ni una creación del capitalismo norteamericano ni del imperialismo inglés, sino algo mucho complejo.
«El estado de Israel es un producto del nacionalismo europeo encarnado en el sionismo. Si una nación es un pueblo con una lengua, una cultura, una religión propias, una historia inconfundible y un antiguo territorio perdido hace dos mil años, entonces solo sería necesario poner el territorio para lograr el éxito de la recuperación de un reino»
El estado de Israel es un producto del nacionalismo europeo encarnado en el sionismo. Si una nación es un pueblo con una lengua, una cultura, una religión propias, una historia inconfundible y un antiguo territorio perdido hace dos mil años, entonces solo sería necesario poner el territorio para lograr el éxito de la recuperación de un reino que había durado desde el año 1000 a.C. hasta el año 586. En principio hubo un reino unificado, bajo David y Salomón, si es que esos reyes fueron reales, cosa que algunos historiadores niegan. Ese reino se dividió en dos en 950, el del Norte y el de Sur: Israel y Judá. El primero cae en el año 722 y el segundo en 586. Entre los años 586 y 538 los judíos pierden su patria y viven en el exilio babilónico.
Tras la cautividad de Babilonia se crea un nuevo estado teocrático, basado en el poder del Templo de Jerusalén, exclusivo lugar de culto del judaísmo. Ese templo, el que conoció Jesús, es destruido en el 70 d.C., siendo la ciudad de Jerusalén destruida en el año 135, cuando dejará de ser una ciudad judía. Los judíos pasarán a vivir dispersos por todo el Mediterráneo entre los años 70 y 640 d.C. En la ciudad de Alejandría, la más grande después de Roma, eran el 25% de la población, se extendieron desde el Mar Negro a España, Francia e Inglaterra, y se organizaron en torno a las sinagogas y sus escuelas dirigidas por los rabinos. Tuvieron permiso para practicar su religión dentro del Imperio romano, y para hacer la circuncisión, que para el resto de la población sería un delito de mutilación. Normalmente habitaron las ciudades, porque no se les permitía tener tierras y mantuvieron una personalidad doble, conviviendo con los pueblos dominantes, paganos, cristianos o musulmanes.
Desde hace dos mil años el pueblo judío no tenía ni estado, ni ejército, ni poder político. Y su poder económico era muy limitado, pues eran básicamente pequeños comerciantes, artesanos y profesionales, como médicos, traductores … Por esta razón una parte de los judíos ultra-ortodoxos no aceptan un estado judío, ni siquiera al de Israel. Otros grupos aceptan convivir con él, aunque no sea un estado confesional, y otra parte de la población de ese estado se sitúa al margen de la religión. Es curioso que sea Israel el único país del Oriente Medio en el que haya comunidades LGTBI, y también que un millón de los ciudadanos israelíes sean palestinos y que el 18% de los estudiantes de las universidades israelíes sean palestinos.
La identidad de Israel es una identidad política, nacida del nacionalismo europeo, de un trauma histórico, cuyo responsable fue única y exclusivamente Alemania. No se basa ni en la religión ni en la historia, y menos en la geografía. Desde hace dos mil años no hay historiadores judíos. Los judíos no escribían historia porque no tenían estado, ni aspiraban a tenerlo. Para ellos lo esencial fue la memoria. Su lema fue zakhor, recuerda. Recuerda la historia de tu familia, de tu ciudad. Los judíos desde la Edad Media se dividían en dos grupos: los sefardíes que vivían en Al Ándalus y la España cristiana, que hablaban árabe o castellano, y se consideraban los superiores, y los askenazíes, que hablaban, y hablan, yiddish, o sea alemán medieval. Los judíos europeos no tenían identidad política, ni lingüística, al margen de la religión, ni eran una raza. Los estudios de ADN de los judíos israelíes muestran que, a pesar de practicar teóricamente la endogamia, no son el mismo pueblo que el de los judíos antiguos, cuyos restos analizan los paleopatólogos.
«Mahoma aceptó la Biblia judía, como lo hicieron los cristianos. Reconoce que hay tres religiones abrahámicas, judaísmo, cristianismo e islam. Pero dice que desde el momento en el que se creó el islam las otras dos religiones quedaron anuladas y perdieron toda su verdad, al contrario que el cristianismo, cuyo Dios, hijo de una judía, nació en Belén.»
El mito de la tierra, la sangre, la lengua, el poder y la patria no sirve para entender la compleja historia de los judíos, pero tampoco para comprender la de los palestinos. Para aclararnos un poco debemos retroceder en el tiempo unos 5.000 años e imaginar cómo era el mundo del Oriente Medio. En él nacieron los primeros estados en Egipto y Mesopotamia, en concreto en el sur de Iraq con la cultura sumeria. Esos estados crearon las ciudades, la escritura, la contabilidad, y numerosas ciencias. El origen de los sumerios y su lengua, aislada en los mapas lingüísticos, como lo está el vasco, es desconocido. Y lo mismo ocurre con la lengua egipcia.
Tenemos pueblos, lenguas y estados, y también unos territorios muy definidos: el Valle del Nilo, en el que viven los egipcios y los valles del Éufrates y el Tigris en el sur del actual Iraq. La geografía ayudó a la creación de las identidades culturales. Pero desde la prehistoria, los agricultores sedentarios convivieron con los pueblos nómadas, que eran ganaderos, guerreros y comerciantes a la vez. Entre ambos había una simbiosis. Los campesinos les proporcionaban cereales y los nómadas ganado y los productos del comercio a larga distancia que hacían con sus caravanas, que eran a su vez ejércitos en marcha. Estamos hablando de los beduinos del Oriente Medio, de los tuaregs que comerciaban entre el norte y el centro de África, de los pueblos semitas en general y de un pueblo que en los textos egipcios se llaman los hapiru – los hebreos – que se movían entre Egipto, el Sinaí y Siria y Palestina. Eran pastores, guerreros y comerciantes, que como en el caso de otros pueblos como los acadios, los babilonios, los asirios, los persas, los hititas y los mitanios, a veces conquistaban a los sedentarios y formaban nuevos reinos.
Cuando los nómadas, como ocurrirá con los mongoles en China, se asientan tras una conquista asumen la cultura del pueblo sedentario, que es la única que permite administrar los reinos. Y eso pasaría cuando los beduinos hapiru se asentaron en Palestina entre los siglos XII y XI a.C., poniendo fin a la llamada época de los Patriarcas (2000-1200 a.C.), en la que los judíos eran nómadas y conservaban su cultura más pura, según sus escritores posteriores. Ese es a la vez el pasado real y mítico del judaísmo. El que pude llevar, y lleva, a reivindicar el derecho a la conquista de Eretz Yisrael, o la tierra de Israel, cada vez más ocupada por los colonos. Esa tierra le pertenecería al pueblo Ha Aretz, olvidándose de que en ella pueden vivir otros pueblos: Am ha Aretz, otras «gentes de la tierra», a las que se desprecia por ser inferiores culturalmente: esos serían los palestinos, los juguetes rotos por varios milenios de la historia.
Si hacemos un recorrido desde la Edad del Bronce – 2000 a. C.- hasta ahora veremos que en Siria y Palestina se han sucedido numerosos pueblos y culturas. Siria y Palestina formaron parte de Egipto en el Imperio Nuevo y en el Imperio hitita. En ellos florecieron importantes culturas como la fenicia, la de los reinos de Siria, con ciudades y escritura, la de los reinos de Judá e Israel. En esa zona las fronteras cambiaron continuamente con conquistas sumerias, acadias, babilonias y asirias. Para acabar por estar todos integrados en el Imperio persa, que llegaba desde Turquía a la India, e incluyó Egipto. Entre esos pueblos aparecen los phalastin, los filisteos, de los que toma el nombre Palestina, pero que no son el mismo pueblo a lo largo de los milenios.
En el siglo IV a.C. Alejandro Magno conquista el Imperio persa, y Siria y Palestina pasan de ser provincias persas a ser parte de los reinos de los Seléucidas, hasta que esos reinos son conquistados por Roma, que mantiene su poder en la región desde el siglo I a.C. hasta el siglo V d.C. Al Imperio romano le sucede el bizantino, que se mantiene hasta el siglo XV d.C., pero con unas fronteras que cambian cuando se produce la expansión del islam a partir del siglo VII d.C. Siria y Palestina pasarán por innumerables vaivenes, que incluyen el reino cruzado de Jerusalén, que se extiende y contrae a partir del siglo XI d.C., según se van desarrollando las cruzadas. Con la caída de Bizancio en el siglo XV Siria y Palestina pasan a ser parte del Imperio otomano hasta la I Guerra Mundial, tras la cual se convierten en protectorados ingleses o franceses.
Mientras tanto allí siguen viviendo los judíos, sobre todos los sefardíes, acogidos con los brazos abiertos por los sultanes tras su expulsión de España. Y allí siguieron viviendo «las gentes de la tierra», ahora musulmanas.
Con el desastroso proceso de descolonización que llevó a la creación de estados artificiales, como Iraq, que son tres países en uno: el norte kurdo, el sur chiita y el resto sunita; el Líbano ex francés con sus católicos, cristianos maronitas, ortodoxos, musulmanes sunitas y chiitas, aliados éstos a los cristianos, y ahora organizados por Irán y Hezbollah, y sus 18 grupos étnicos diferentes; Libia, que son dos países distintos: Tripolitania y Cirenaica; Túnez, Argelia, Jordania, y todos los países del Golfo. Los tres únicos países con continuidad histórica serían Egipto, Marruecos e Irán, o Persia.
Es en medio de todo este desastre donde se crea el estado de Israel, y es cuando grupos de phalastin, de «gentes de la tierra» se ven desplazados, agrupados, marginados y quedan «fuera de lugar», tal y como dice Said. Pero, ¿cuál es su identidad?
No se trata de un pueblo que vive en su patria con la misma cultura desde tiempo inmemorial, como creen los nacionalistas europeos. No se trata de un pueblo con una historia que encaja en el relato simplista con el que se suele escribir la historia nacional. Son pueblos que poseen sus identidades étnicas definidas, pero que no tuvieron historia política propia, ni historiadores que quisiesen contarla porque son los «condenados de la tierra», los pueblos de los que no se habla, y a los que se quiere convertir en juguetes del integrismo religioso y de las maquinaciones políticas, que en el caso español rozan un ridículo que avalan la ignorancia y la desfachatez.
Esas identidades, llamadas tribales despectivamente, tendrían que integrarse en estados nación, como Jordania, Siria, u otros. Pero lo que ocurrió fue que en el juego de la descolonización y las fronteras trazadas a cordel se dejaron muchos juguetes rotos, que son las víctimas. Sin estados no puede actualmente haber organización política. Pero aquí se nos plantea un nuevo problema, señalado por Said y Bernard Lewis: la identidad islámica. El islam es básicamente una remodelación del judaísmo, con el que tiene tantos puntos en común que Mahoma pensó en hacer de Jerusalén la capital del islam. En Jerusalén, en el terreno del antiguo templo judío, es donde se alza la mezquita de la Roca, construida en el lugar desde el que Mahoma ascendió al cielo en un caballo blanco, guiado por el arcángel Gabriel. Los talibanes acaban de ofrecer un regimiento para ir a liberar precisamente Jerusalén.
Mahoma aceptó la Biblia judía, como lo hicieron los cristianos. Reconoce que hay tres religiones abrahámicas, judaísmo, cristianismo e islam. Pero dice que desde el momento en el que se creó el islam las otras dos religiones quedaron anuladas y perdieron toda su verdad, al contrario que el cristianismo, cuyo Dios, hijo de una judía, nació en Belén, otro lugar sagrado para el islam. El islam es la única religión verdadera y crea una comunidad religiosa, la umma, que es a la vez una comunidad política. Esto jamás fue así en el cristianismo, porque desde Constantino los poderes del Papa y el emperador fueron diferentes; ni en el judaísmo, que perdió el estado con la destrucción del templo en el año 70. Esa comunidad religiosa islámica crea una identidad política cosmopolita, desde Marruecos a Indonesia y puede defender que la única ley válida es la sharia, la ley religiosa interpretada y administrada por los clérigos. Naturalmente esto choca con la propia idea del estado moderno, generando desde estados religiosos puros, como el Afganistán de los talibanes o Irán, hasta otros mixtos.
El islamismo estaba en retroceso cuando se inició la descolonización del mundo musulmán. Muchos países musulmanes cayeron en la órbita soviética, que no fomentaba la religión, e intentaron ser laicos, como Turquía, Irak, Libia, Afganistán hasta la primera llegada de los talibanes… Pero la historia, los vaivenes geopolíticos y económicos, y el desprecio de los antiguos colonizadores a los colonizados, dieron lugar a una especie de complejo de Edipo colonial, que decidió matar al padre volviendo a la tradición propia en todo lo que tenía de bueno y de malo. Más de lo malo, porque es lo que más se oponía a Occidente.
¿Dónde queda ahora la identidad de los palestinos, de «las gentes de la tierra»? Pues escindida entre las identidades de grupo, que son las más auténticas, la identidad política, muy compleja, y la islámica, que garantiza más su destrucción que su felicidad, porque para ellos el islam, que es cosmopolita y patrimonio de clérigos – bueno o malos, fanáticos o no – no es la solución de nada, porque solo promete el reino de los cielos y no el reino de Alá sobre la tierra. Que sería el reino de la paz, de la justicia, de la dignidad. Y no el reino del odio, del fanatismo, propio y ajeno, como ajenos a ellos son las soflamas de aquellos que creen que la verdad reside en su ombligo, que todo vale y que todo se puede manipular para seguir viviendo cada vez mejor en sus palacios de cristal.