23 junio, 2024
Hay muchas maneras de decir las cosas. Si decimos que al «hambre su sumaron las ganas de comer», o que «éramos pocos y parió la abuela», querremos dar a entender que «se ha montado un pollo», lo que en términos cultos se traduce diciendo que estamos ante un caso de causalidad simultánea, o que tenemos que enfrentarnos a unas funciones con variables múltiples. En lo que sigue no intentaremos hablar desde esa perspectiva culta, que se identificaba con ese ojo inscrito en un triángulo que representaba la omnisciencia divina, o con la visión «panóptica», que tan famoso hizo a Michel Foucault cuando hablaba de las cárceles, las escuelas, los cuarteles, y otros sitios igual de agradables, sino de la visión del mundo de nuestros dos héroes, conocidos por los amantes de la literatura alemana, que algunos aún quedan: Simplicius Simplicisimus y el soldado Schweik.
Nuestros dos soldados corresponden muy bien con el término private, que es como se llama a los soldados en inglés, de un modo mucho más elegante que nuestra palabra mindudi, que designa a aquellos que no pintamos nada, y que por eso contamos las batallas no desde la perspectiva del mapa del general, que hace las batallas en el papel, o la de aquellos mandos intermedios que piensan que el mundo solo son unos papelitos.
Como private de la Facultad de Xeografía e Historia voy a contar cómo fuimos atacados con gases. Todo empezó el día que el decano Francisco Durán Villa, hombre afable y bien educado, me vino a ofrecer sine die su despacho, sito en la parte superior del edificio, que es aquella más panóptica, a cambio de poder utilizar mi despacho nº 13, de predestinado número, como campo de maniobras de la instalación del radón. El radón es un gas radiactivo, mucho menos denso que el aire, que se disipa con facilidad y que emana del granito. Ya Otero Pedrayo, geógrafo como el decano Durán, había dicho que «Galicia é un penedo granítico», razón por la cual la susodicha facultad, asentada sobre esa roca, recibe radón a diestro y siniestro, en aras de la geología y la galeguidade.
Un día del año 2019 de nuestra era se personó en mi susodicho despacho el arquitecto de la USC, Sr Campanero, acompañado por un encargado de obra y un trabajador portugués para iniciar el experimento radiactivo en mi despacho. Cuál no sería su sorpresa al comprobar que el suelo del mismo era un placa de hormigón de unos 10 cm., desvelada por las vibraciones del martillo neumático. Le pregunté al arquitecto si es que esa placa no podría servir de barrera el radón y me dijo que no, y también que él no había hecho el proyecto de la obra. Ese proyecto consistía en excavar unos cubos de 1,50 m. de lado y rellenarlos de ladrillo. Desde ellos saldrían unas tuberías que llegarían a unas torres provistas de extractores, la mitad de las cuales estarían detrás del edificio y otras irían en el patio. Al absorber el aire y hacer el vacío el radón debería salir afuera y así mejorarían las condiciones del edificio atacado por la radioactividad.
Mi trabajador, que estaba siempre solo, expandía el estruendo del martillo neumático por todo el edificio, desde mi despacho y los posteriores. Un día se le rompió la broca – si es que llama así- y casi sufre un accidente; nadie le retiraba los escombros, que llegaron a formar una pirámide, quizás debido a mi condición de profesor de historia antigua y al peso del legado de Egipto.
Cuando acabó el hueco había que meter un taladro refrigerado con agua, por lo que un día le orienté dónde podía enchufar una manguera en el patio. Pero la máquina taladradora ni cabía en el hueco, al que hubo que añadir otro hueco adosado, o como quien dice cuando se amplía una casa botarlle un alto. Se hizo el agujero, del que conservo un cilindro de granito como testigo y recuerdo del trabajo del solitario trabajador, que tardó en ser auxiliado por «desescombradores»; y se construyeron unas torres de diseño, cuyo estilo es tan concorde con un edificio histórico como un pantalón de cuadros con una camisa de rayas.
Rematadas estas torres, más solitarias que gemelas, en ellas durante mucho tiempo no funcionaban los extractores, como podía comprobar día tras día el ver la que tengo ante mí ventana. Y además, quien tiene la perspectiva panóptica, aparte de M. Foucault, decidió que no se hiciesen las del patio, razón por la cual el radón que ya había sido medido volvió medirse de nuevo, no se sabe si en busca de un nuevo isótopo. Esto es algo que suele suceder en la universidad, en la que la perspectiva panóptica es la vez paracaidista, ya que los cargos llegados aterrizan siempre con frescas ocurrencias de tipo adamita, dando la impresión de que con ellos se inició la historia de la humanidad en el Paraíso.
Mi portugués, que era de la parte sur de su país, y al que, si el castellano le parecía incompresible, el gallego lo era aún más por alguna razón fonética que desconozco, se marchó cobrando casi seguro menos que un trabajador español. Y aquí se acabó la historia del radón, bien o mal medido, tentado de fuga por torres de diseño con iluminación nocturna, que volvió a su madriguera, o a campar por sus anchas, hasta que alguien decida lo que tenga a bien decidir, porque es quien decide.
El radón salió a la luz con motivo del semi-peche, o peche a medias, ya que el edificio siguió siendo accesible, que tuvo lugar en el año 2024 de nuestra era, siendo distinto en la era islámica y la judía, que volvieron a darse de bruces con motivo de la guerra de Gaza. Por un lado estaban las potencias ocupantes, cada una con siglas, y que se fueron disputando la hegemonía, por otro seguía el ataque con gases. Y a ello se unió la amenaza de hundimiento del depósito de los libros, que podría tener efectos que no se pueden tomar a broma, conjugándose todo ello en la multicausalidad del parto de la abuela, para quebranto de las múltiples autoridades.
En el año 1984 la biblioteca de la facultad era equivalente a la de un buen centro de enseñanza media europeo. Tras ese año, con mucho esfuerzo de profesores y bibliotecarias- la mayoría eran mujeres-, gracias al aumento de la inversión que se inició con el gobierno de Felipe González, y a las ayudas generosas de la Xunta de Manuel Fraga, se consiguió en torno al año 2000 tener una biblioteca de letras homologable a las de universidades medianas de Europa y América. Hasta el punto de que ya no cabían más libros, ni en esa facultad ni luego en las de filología y filosofía..
Se planteó hacer una gran biblioteca de letras en otro lugar, a la que se podría sumar la Xeral, pero fue acogida por el rector Senén Barro con el mismo entusiasmo que el que puede sentir una roca al ver la puesta de sol. Y es que él había recibido una universidad casi en bancarrota, exhausta por la emisión del brillo, casi radiactivo, del multi-centenario de una universidad que hasta el siglo XVIII ni siquiera tenía una biblioteca digna de ese nombre; y cuyas glorias, más supuestas que reales, solo podrían brillar como reflejos de la luminiscencia de quienes tanto la habían alabado.
El presupuesto de los libros se recortó fulminantemente, y así esa misma facultad que fichaba más de 7.000 cada año, perdió más de los 2/3 de ese ingreso. Además llegó la digitalización, y con ella el mito de que todo está en internet, lo que es mentira en letras. Ese mito fue un gran alivio para alumnos y para muchos profesores, que ya no tendrían que sonrojarse por no querer leer, por no querer pensar y que podrían ya copiar libros en PowerPoint sin remordimiento. Luego llegaron los tuits, las frases huecas y los lemas primarios. Comenzaron a verse cosas que nadie hubiera podido imaginarse. Un ex rector de la universidad «Rey Emérito» de Madrid fue acusado de plagio, otro accedió al cargo en Salamanca acusado de hinchar sus citas, porque no tenía otra cosa que hinchar, pues descubrimientos no había hecho ninguno. Y comenzaron las inversiones multimedia en programas anti-plagio, necesarios porque los profesores ya no conocen sus campos, como si lo hacen los campesinos.
Ocupaban los ocupantes, irradiaba el radón, los libros, que sí ocupaban lugar, amenazaban ruina, para asombro de los de ojos panópticos, a los que se puede dedicar esta coplilla, recogida por Cristóbal de Villalón en 1557:
Los ciegos desean ver/ oír el que es sordo/ y adelgazar el que es gordo/ y el cojo también correr: solo el necio veo ser / en quien remedio no cabe/, porque pensando que sabe/ no cura de más saber.