16 junio, 2024
Ucrania fue parte de la URSS, una vez finalizada la guerra civil que siguió a la Revolución de 1917. Intentó separarse de ella en la II Guerra Mundial, ofreciendo a Hitler ser parte del III Reich, porque había sufrido la represión y padecido las hambrunas provocadas por Stalin. Dejando esto a un lado debemos decir que en la URSS los tres primeros grupos étnicos eran, por este orden, rusos, ucranianos y bielorrusos, quedando a la cola pueblos como tayikos o uzbekos. Los ucranianos del régimen quisieron ser más rusos que los rusos y más marxistas que Lenin. De entre ellos salieron élites políticas, culturales, científicas y militares. Rusia nació en Kiev. Ucrania siempre fue parte de la civilización rusa y no de la Europea occidental. Pero, como así convenía, se pasó a decir machaconamente que estamos ante una guerra entre Oriente y Occidente, dejando de lado que, decir por ejemplo, que en la II Guerra Mundial la invasión nazi de la URSS es lo mejor que podía aportar la Europa occidental es un disparate, al que se llega ya casi espontáneamente en la propaganda actual.
La formación militar y el armamento ucranianos eran soviéticos. Y menos mal que en el reparto de los despojos de la URSS Ucrania no tuvo su cuota de armas nucleares, porque entonces sabe Dios qué hubiese pasado. Lo que ocurrió es que las pérdidas de hombres, armas y materiales fueron gigantescas y Ucrania, al contrario que Rusia, no las podía fabricar para reponer. Por eso se le envía armamento occidental, en muchos casos obsoleto, para que lleve a la muerte a sus soldados en el campo de batalla. En una serie de operaciones de publicidad protagonizadas por el gobierno español se enviaron ametralladoras MG, creadas en la II Guerra Mundial, como armamento de última generación. TOAS (transporte oruga acorazado) que iban a ser desguazados porque tenían 60 años de antigüedad, eran lentos, pequeños y tenían un blindaje deficiente. Carros de combate Leopard, recompuestos a partir de otros que estaban almacenados y que fueron diseñados en los años 60, un carro que tuvo tantas versiones que se le llama el Volkswagen Golf de los tanques.
Comienza así una carrera de envíos, casi nunca gratuitos, que serán pagados con créditos amortizables tras la guerra, por un importe que superará el billón de euros. El pasado mes Zelenski ha solicitado 160 cazas F-16, un número que iguala a todos los cazas disponibles de las fuerzas aéreas española y alemana juntas. Holanda le cede cazas que tenían un año de vida útil previsto. Y así comienza una carrera en la que el Pentágono y la OTAN están intentando comprobar dos cosas: a)- si el tanque es viable como arma, debido a su gran vulnerabilidad frente a los misiles, y b)- si la guerra naval lo es por la misma razón.
La teoría estratégica del Pentágono, elaborada por militares, ingenieros y economistas a la vez, se conoce como el intercambio de salvas, y consiste en lo siguiente. Se considera, siguiendo el análisis de John Keegan ( The End of Battle, 1991) que en una guerra como la prevista entre la OTAN y el Pacto de Varsovia, las batallas de materiales no serían ya viables. En esas batallas se enfrentan ejércitos formados por unidades acorazadas y motorizadas con carros, transportes de infantería, artillería motorizada y apoyo aéreo de helicópteros y aviones. La capacidad destructiva es tan grande que un regimiento de artillería motorizado, por ejemplo, puede dar en el blanco con 150 obuses simultáneamente porque dispara coordinado por ordenadores. Dos ejércitos en el campo de batalla se aniquilarían en horas, y por eso no parece razonable que esa guerra pueda tener futuro.
Pero esos ejércitos tienen un flanco débil: sus líneas de aprovisionamiento en combustible y munición, su mantenimiento y la lentitud de su avance hacia el campo de batalla. Piénsese que un tanque puede consumir tres litros por km. Por eso la manera de derrotarlos es destruir con misiles sus almacenes y líneas de aprovisionamiento. Así se quedarían estancados como ha ocurrido desde la II Guerra Mundial, en la Guerra del Golfo y en Ucrania. Los misiles además pueden destruir centros de comunicación, aeropuertos… Cada vez son más precisos, porque tienen mejor software, pero más caros. Y cada vez llevan menos carga explosiva, y por eso entra en acción la ley de Alexander que dice que el incremento de coste es inversamente proporcional a la capacidad de destrucción, por lo que esa industria se colapsa, si la carga del misil no es nuclear. Un misil shaheed iraní cuesta 20.000 $ y lleva 50 kg de carga. Las bombas de la II Guerra Mundial eran de 250 o 500 kg. y mucho más baratas. Pero el misil antimisil que destruye al misil shaheed cuesta un millón de dólares, con la cual la guerra se convierte en un balance económico de drones, misiles, aviones carísimos: un F-35 puede costar 300 millones de dólares y es tan complejo de mantener que solo puede volar uno de cada dos, mientras el otro está en el hangar.
Lo que está probando en el campo de batalla ucraniano es esto: costes, eficacia y el futuro de las armas. Unas armas cuyos costes de reposición de las viejas cedidas y las que las sustituyen están haciendo rica a la industria de armamento. Lo que ocurre es que, a pesar de todo, da la impresión de que esa guerra no avanza. Se vuelve a la artillería tradicional, mucho más barata y eficaz si se usa en masa. Rusia desplegó a veces 100 cañones por km en la II Guerra Mundial. Los disparos de esa artillería son tan masivos que se calculaba que más de 250 millones de toneladas de CO2 han salido a la atmósfera en Ucrania.
Pero, ¿qué pasa con la guerra nuclear, de la que se dice que es viable, mientras que hasta ahora se consideraba imposible porque llevaba a la «destrucción mutua asegurada?
Una bomba termonuclear tiene tres efectos: mecánico, térmico y radiactivo. El primero, igual al de las otras bombas, es una gran onda de choque que arrasa todo lo que encuentra. Lo que ocurre es que entre la bomba de Hiroshima y la última probada por la URSS, la potencia se ha multiplicado por 6.800. A eso se une el calor provocado por la fusión del hidrógeno en la bomba H. Un calor similar al del interior del sol que haría que nos evaporásemos en ese radio e incendiaría todo en un gran extensión. Y por último tenemos la radiactividad, que mata por quemaduras y provoca mutaciones genéticas. Esa radioactividad impregnaría el aire, el agua y la tierra por cientos de años.
En la guerra nuclear se deben disparar todas las armas a la vez: EEUU y Rusia disponen de unas 5.000 cada uno. Se lanzan desde aviones, barcos, submarinos o con misiles balísticos y de crucero. Hay que dispararlas todas porque no sabemos si el enemigo lo va a hacer. Se puede pensar que gana quien dispare primero, pero no es así, porque desde el momento en que salte la alarma da tiempo a contraatacar desde tierra, mar y aire. Esto es la destrucción mutua asegurada. Tras las explosiones se habrían evaporado parte de los océanos, los incendios serían de tal magnitud que surgiría un invierno nuclear; la luz del sol no penetraría la atmósfera, las temperaturas bajarían, la circulación atmosférica sería un caos. La mayor parte de las explosiones habrían sido en el hemisferio norte, pero eso no garantizaría que el sur quedara indemne. Sobrevivirían algunas especies en el mar y bajo tierra y algunos humanos en sus refugios, ¿hasta cuándo?
Al salir a la superficie todo los sistemas industriales estarían destruidos, la agricultura y la ganadería no se sabe cuándo serían posibles. La mayoría de los 8.000 millones de seres humanos habrían muerto. Pero nos encontramos con páginas de prensa como ¿Qué hacer cuando caiga la bomba atómica en tu ciudad? O las recientes instrucciones del gobierno inglés que recomendaban tener 3 litros de agua por persona, ropa fresca y de abrigo y alimentos enlatados o de fácil elaboración. Las explosiones nucleares desde luego asegurarán una cocción rápida para la comida de estos ratones ciegos en los que nos quieren convertir, mezclando el silencio y la mentira.