2 junio, 2024
Desde que recuerdo, he finalizado mis clases del último curso de Medicina exponiendo tres diapositivas: dos de ellas –extraídas de un cómic de Astérix y Obélix– representan el envenenamiento que sufrió Julio César en su campaña en la Galia. En la primera, se ve un montón de galenos disputando entre sí y pronunciando latinajos incomprensibles para el paciente. En la segunda, el César exclama, totalmente indignado: «¡Deixádeme falar a min!». La tercera era un chiste de Perich: en ella se ve a un aprendiz de cocinero cascando huevos con un exprimidor de naranjas y al chef en la puerta llevándose las manos a la cabeza. Aunque de forma muy simplista, intentaba ilustrar mi concepto de ética profesional para ejercer la medicina: el respeto por el paciente y la tolerancia no cómplice con los colegas, y el hacer exclusivamente lo que uno puede hacer razonablemente bien.
La medicina tiene dos aspectos diferenciales: uno es el pragmatismo –su finalidad exclusiva es la prevención y curación de las enfermedades– y el otro es que su único campo de acción son las personas. Esta finalidad humana es la cara y la cruz del oficio: el objetivo es el más maravilloso, pero la ciencia por sí sola no sirve para solucionar los problemas. El tratamiento de las enfermedades precisa de un algo más que la ciencia nunca va a poder resolver.
«La medicina tiene dos aspectos diferenciales: uno es el pragmatismo –su finalidad exclusiva es la prevención y curación de las enfermedades– y el otro es que su único campo de acción son las personas. Esta finalidad humana es la cara y la cruz del oficio: el objetivo es el más maravilloso, pero la ciencia por sí sola no sirve para solucionar los problemas»
Pero, ¿qué es el ser humano? Si basamos la respuesta en la capacidad cognitiva y en la suficiencia para ser conscientes de sí mismos, del entorno y de la transitoriedad de la vida, ¿qué hacemos con las demencias y otras enfermedades neurodegenerativas? La capacidad de expresar sentimientos tampoco nos satisface: muchos animales lo hacen y los genocidios y otras formas de masacre excluirían a muchos sujetos de nuestra especie. Tampoco aceptaríamos criterios basados en el fenotipo humano: lo hicieron los nazis –entre otros– y por fortuna no convencieron. Algunos genetistas antropólogos proponen que la mutación del gen MYH16, localizado en el cromosoma 7, es exclusivo de la especie humana; esta mutación habría tenido lugar hace 2,5 millones de años e impide la producción de grandes cantidades de miosina, por lo que la capacidad contráctil de los músculos masticadores disminuye. Esto ha condicionado que su inserción sea más baja, lo que permitió el aumento de la capacidad craneana y obligó al desarrollo de otros procedimientos para la captura de alimentos, lo que llevaría a la mano hábil y a la posición erguida. Pero esta desacralización de la vida humana tampoco nos deja cómodos. Si no tenemos claro lo que es un ser humano, los dogmatismos no se pueden aceptar –y ni mucho menos convertirlos en normas de obligado cumplimiento para los demás–.
Algunos casos recientes –como los de Ramón Sampedro y Terri Schiavo, los tratamientos paliativos del Hospital de Leganés o la manipulada agonía de Juan Pablo II– han sido revulsivos de la ética médica moderna y han evidenciado la necesidad de otras normas de conducta, lo más universales y tolerantes posibles para el paciente, para la población y también para el profesional que tiene que aplicarlas.
«El médico debe decidir a menudo entre una «mentira protectora» o una «verdad destructiva»: ocultar la dura realidad por amor o informar crudamente por una especie de fanatismo de la verdad. La complejidad de la vida y la singularidad de cada persona no permiten proponer recetas generales»
La medicina científica ha alcanzado un extraordinario desarrollo. Esto ha hecho posible la introducción de poderosos métodos de diagnóstico y el empleo de recursos terapéuticos insospechados hasta hace poco. Pero no solo desde dentro, sino también desde fuera: el dinamismo de la medicina es imparable. El reconocimiento del derecho a la salud, que ya no es solamente una preocupación del individuo y de su familia, sino también de toda la sociedad, es otro factor de cambio en la asistencia médica moderna, el cual repercute en la conducta profesional del médico que ya depende económicamente de terceros y no de forma directa de sus pacientes.
El incremento incesante del gasto sanitario –debido a los progresos científicos y técnicos que se traducen en nuevas y costosas prestaciones– y el también incesante aumento de la demanda asistencial, junto a la forzosa tramitación de los recursos sociales aplicables a la asistencia médico-sanitaria, crean un continuo problema que tiene que ser conocido por el médico, el cual se convierte en el administrador de los recursos clínicos y económicos puestos a su disposición por el sistema asistencial social. En este nuevo contexto, y ante los retos de las nuevas medicinas, es fácil imaginar la cantidad de problemas éticos, legales y sociales que están surgiendo.
La relación médico-enfermo, antes de tipo paternalista y protector, se ha ido transformando en una relación entre adultos que exige explicaciones continuas y asequibles para un obligado consentimiento informado del paciente. Todos estaremos de acuerdo en que tenemos derecho a conocer el porqué, el cómo, el dónde y el futuro de lo que nos pasa. Nadie nos puede usurpar ese derecho. El médico nos tiene que informar de las diversas opciones diagnósticas y de las alternativas terapéuticas, y nosotros decidiremos. Sin embargo, este es un derecho íntimamente rechazado por muchos pacientes. Es difícil hacer generalizaciones, pero ¿quién quiere saber que dentro de tres años va a padecer una enfermedad degenerativa sin tratamiento? Seguro que hay pacientes que prefieren ignorar la verdad. El médico debe decidir a menudo entre una «mentira protectora» o una «verdad destructiva»: ocultar la dura realidad por amor o informar crudamente por una especie de fanatismo de la verdad. La complejidad de la vida y la singularidad de cada persona no permiten proponer recetas generales. Contestar a las preguntas no formuladas conlleva a veces el enorme riesgo de causar un sufrimiento inútil y carente de sentido. A su vez, cuando el enfermo sí verbalice esas preguntas deberemos ofrecerle palabras sencillas, honestidad y una visión positiva y esperanzadora de la vida. Con habilidad y humanidad el médico debe dar pie a la verdad para que el paciente se encuentre con ella.
«El entrenamiento y el continuo cultivo del pensamiento científico y de la destreza técnica son los fundamentos irrenunciables del servicio médico. A esto se debería añadir un afán de humanidad, lo cual resulta tan urgente como difícil cuando el médico y el enfermo se encuentran en esos talleres técnicos que son los nuevos hospitales»
Todo esto significa que vivimos el fin de los códigos deontológicos y su sustitución por una ética civil. Sin embargo, en sociedades como la nuestra, con una tradición histórica tan específica, se confunden ética y religión. Este es un grave error que, entre otras cosas, nos llevaría a afirmar que las personas de credos distintos de los nuestros están equivocadas, o que los no creyentes no son morales. Parece evidente que todas las confesiones deben ser respetadas, puesto que parten de la libertad de conciencia de cada individuo, un derecho humano de primera generación, pero no pueden ser impuestas a los demás.
Una sociedad pluralista es aquella en la que los ciudadanos compartimos unos mínimos principios que nos permitan construir la sociedad en la que queremos vivir. Tales mínimos pueden concretarse en el respeto a los derechos humanos, en los valores de libertad, igualdad y solidaridad, y, por último, en una actitud de diálogo que haga posible la tolerancia activa del que quiere llegar a entenderse con el otro.
La ética de mínimos es una ética civil. La deontología médica se centra básicamente en los deberes de los médicos y toma como principio fundamental la disposición del médico para hacer lo que considera que es bueno para el enfermo. La bioética médica se centra más en los derechos de los pacientes. No es posible hacer el bien al paciente –principio de beneficencia– sin contar con él y con su punto de vista –principio de autonomía–. No es posible hacer el bien a los otros en contra de su voluntad.
La ética médica es el fruto de la experiencia de muchos años. Sus actitudes morales básicas y la solución de problemas concretos no pueden ser dictadas por cualquier iglesia que imponga sus posiciones. Los médicos no necesitan de la revelación ni de las religiones para trazar una ética médica; esta es una ética humana, una ética de la convivencia regulada objetivamente. Hoy se le exige al médico, ante todo, rigor científico; en menor grado, y por desgracia, humanidad. El entrenamiento y el continuo cultivo del pensamiento científico y de la destreza técnica son los fundamentos irrenunciables del servicio médico. A esto se debería añadir un afán de humanidad, lo cual resulta tan urgente como difícil cuando el médico y el enfermo se encuentran en esos talleres técnicos que son los nuevos hospitales. Y es aún más apremiante y difícil cuando fuertes poderes sociales quieren convertir al médico en un funcionario que además de velar por los intereses del enfermo lo haga también por los de la empresa.
Este es el complicado marco en el que nos encontramos. Lamentablemente, hay indicios para pensar que en el futuro inmediato se va a agravar: la complejidad social, la progresiva globalización, la consiguiente mezcla de culturas y el progreso científico y técnico están planteando problemas de difícil solución, que impiden medidas simplistas. La humildad personal, la ausencia de prepotencia, la tolerancia a otras ideas, el respeto por la dignidad de la vida humana y el espíritu de servicio son algunas normas que, en el peor de los casos, harán que nos equivoquemos lo menos posible.