26 mayo, 2024
Utilizo un método para poder dormirme. Lo que hago es empezar a pensar en unas ensoñaciones, más o menos fantásticas, pero siempre agradables. Poco a poco esas ideas se van haciendo cada vez más incoherentes, hasta que pierdo la conciencia. Una noche imaginé que me haría empresario en el campo de la automoción y construiría una fábrica para producir una serie de coches exclusivos, de mi marca Argo, en honor de la nave Argo de los Argonautas de la mitología griega. Una nave rapidísima, inteligente y capaz de superar todos los obstáculos que a esos héroes le sobrevinieron en su búsqueda del toisón de oro. O sea, para hacerse ricos y famosos, como muchos empresarios.
Primero imaginé formas para conseguir mi capital y en mi sueño aparecieron escenas de la película de Berlanga La escopeta nacional, en las que un empresario catalán, acompañado por su secretaria-amante, va a una cacería a la que iba a asistir un ministro de Franco. Ese empresario era el único fabricante de porteros automáticos, y lo que pretendía, previo soborno, o contribución desinteresada, era convencer al ministro de que hiciese obligatoria la instalación de esos porteros, y así conseguir dar un pelotazo, verdaderamente nacional. Como el actor que representaba al empresario, José Sazatornil, también representa a Bermejo, de Sanitarios Bermejo, en otra película de Berlanga, Todos a la cárcel, en la que un ministro de un gobierno socialista se va de fin de semana a la cárcel, junto con sus compañeros, para celebrar su condenas políticas, pasé así de una historia a otra. Ahora Bermejo iba a convencer al ministro de que hiciese una compra masiva de sanitarios para edificios construidos con dinero público.
«Utilizo un método para poder dormirme. Lo que hago es empezar a pensar en unas ensoñaciones, más o menos fantásticas, pero siempre agradables. Poco a poco esas ideas se van haciendo cada vez más incoherentes, hasta que pierdo la conciencia»
Desaparecidos ambos empresarios aparecí en un banco junto con mi plan de negocio, mis ideas y el diseño de mi prototipo. Y así, entre la banca privada y tres subvenciones públicas: europea, estatal y autonómica, conseguí el capital para construir mi fábrica. Al principio todo eran gastos. Tuve que comprar los terrenos, hacer las naves, montar las cadenas de producción y contratar a la plantilla, antes de negociar con mis proveedores, que serían esenciales porque mi fábrica sería una cadena de montaje de todos los sistemas y piezas de mis coches.
¡Cuál no sería mi sorpresa, cuando recibí al fabricante de potentes y flexibles motores! Cuando le pregunté el precio de la unidad me dijo que no tendría que pagar nada.
-¿Cómo, es que me va a regalar los motores? Si lo hace, cuantos más coches haga yo, más dinero perderá usted.
-No, no es que se los regale, es que le pago por cada motor que le entregue.
No entendía nada. Pensé que a lo mejor creía que como mi coche sería de alta gama prestigiaría a su motor y vendería más. Pero no, ¡qué va!, me dijo que todos los motores serían para mí. Y, tras comprobar que estaba en sus cabales, firmamos el contrato. Lo curioso fue que lo mismo me pasó con todos los demás proveedores: de frenos, ruedas, neumáticos, vidrios, electrónica… Y además me solicitaron una reunión en pleno en la que me dijeron que ellos me comprarían todos los coches.
-¡Pero, si casi los han pagado!
-No importa, pero ese el trato, y no se firmará sin esa condición.
Acepté mirándolo todo con lupa, y pasé a llamar a mis proveedores clientes los argonautas, nombre de los héroes que navegaron en la nave Argo. Pensé: ¿para qué querrán los coches? Si son carísimos y exclusivos. Y me di cuenta de que era para eso. Para tener un coche de prestigio, por su calidad y escasez.
«Me desperté muy descansado y le conté la historia a un amigo empresario. Y cuál no sería mi sorpresa, cuando me dijo que había una industria que funcionaba así: la de las publicaciones científicas, que están controladas en el mundo occidental por tres grandes conglomerados empresariales»
Me desperté muy descansado y le conté la historia a un amigo empresario. Y cuál no sería mi sorpresa, cuando me dijo que había una industria que funcionaba así: la de las publicaciones científicas, que están controladas en el mundo occidental por tres grandes conglomerados empresariales. Los chinos, lógicamente, van por su cuenta. Una revista científica no es nada. Es una página web depositada en un servidor, a la que solo se puede acceder pagando una suscripción carísima, cosa que solo está al alcance de las universidades, públicas sobre todo, que gastan en ello miles de millones de euros en todo el mundo. Y sus lectores son solo los especialistas en cada tema.
¿Quiénes son sus proveedores? Pues los propios científicos que ofrecen los resultados de su trabajo conseguido con miles y miles de horas de trabajo e inversiones en infraestructuras, materiales y reactivos, para que otros los conozcan y puedan utilizarlos, incluso sacándole rendimientos económicos. ¿Son los y las científicas, entonces, hermanas de la caridad? Si y no porque, como en la fábrica Argo, pagan por publicar: 500, 1.000, 2.000 o más dólares, normalmente con el dinero de sus universidades, que es dinero público. Si ellos son los que hacen toda la revista, ¿por qué no se asocian y hacen en una web un fondo común de sus trabajos, que por lo general solo son comprensibles por los especialistas? O sea ¿por qué no hacen cooperativas, por ejemplo de cromodinámica cuántica?
Pues porque de lo que se trata no es del conocimiento, sino del prestigio de la marca que da el nombre de la revista, un prestigio garantizado por los supuestos procesos de calidad, que consiguen convertir lo fácil en difícil mediante un procedimiento inútil.
Los argonautas, conductores de coches Argo, son un club exclusivo de ricos muy ricos. Pero es que los especialistas en cromodinámica cuántica ya son un club exclusivo por sus conocimientos y su inteligencia. Entonces, ¿cómo es que se dejan engañar por el sistema de las revistas de prestigio y sus citas? Y es que si su marca no necesita ni publicidad ni patrocinadores, ¿por qué los especialistas se obsesionan por sus citas?
Una cita es nada más que el nombre de un autor que aparece asociado a un artículo del que lo importa es su contenido. Lo que hay que hacer es analizar el contenido, si es que le vale al científico, y seguir trabajando, sea el autor Agamenón o su porquero. Entonces los conocimientos científicos serían lo que deben ser, algo serio que unas veces puede ser de aplicación práctica inmediata, otras diferida y otras simplemente válidos por sí mismos. Si una cita es una especie de broma, sumar las de un autor es de risa, por varias razones. Primero porque, por ejemplo, si este año se publican 5.000 artículos en un campo en el que ya hay 100.000, un artículo nuevo podría obtener el año próximo 5000 citas, exagerándolo mucho. Pero si ese campo es muy restringido, en algunas ramas del álgebra o en el estudio de una lengua muerta, cultivado por muy pocos especialistas, como ocurre con el elamita, una lengua de Irán de hace unos 3.000 años, entonces, si en él se publican 30 trabajos, las citas posibles al año siguiente serían 30.
«Las empresas juegan su juego, lo malo es cuando ese juego lo asume un estado, como el español, cuyos funcionarios universitarios confunden citas con conocimiento, realidad con ilusión. Eso sí, gastando miles de millones en suscripciones y autoediciones de libros de humanidades, que no tienen ni ventas ni lectores»
¿A quién le interesa promover este sistema de medición del conocimiento, conocido como cienciometría? Naturalmente a las empresas que han conseguido que sus proveedores les paguen por suministrar sus materiales y que les compren sus productos a precios desorbitados. Y que publiquen lo que ellas quieran, pues ellas deciden cuáles son los campos en los que se puede y se debe publicar. Y no solo eso, sino también la forma en que se debe publicar: formatos, tipos de citas, formar de exponer los datos, etc.
Si un campo científico, como la farmacología, tiene muchísimas posibilidades de explotación económica, entonces sobre las revistas se puede ejercer presión mediante el sistema de subvenciones. Y lo mismo ocurre con los investigadores, que pueden firmar contratos con cláusulas de confidencialidad para esas empresas, y comunicarles solo a ellas los efectos secundarios de un fármaco. Si un campo científico es de valor industrial y militar, entonces los resultados ya no se publican, y las citas dejan de valer.
Las empresas juegan su juego, lo malo es cuando ese juego lo asume un estado, como el español, cuyos funcionarios universitarios confunden citas con conocimiento, realidad con ilusión. Eso sí, gastando miles de millones de euros en suscripciones y autoediciones de libros de humanidades, que no tienen ni ventas ni lectores, pero sí citas. Y no dejando de pedir siempre más.