26 septiembre, 2024
Sí, sí, está enferma. Pero la nuestra, la española, la que nos interesa, la que nos costó recuperar, con sangre, sudor y lágrimas, durante una guerra civil de tres años, seguida de una dictadura de treinta y seis más. Los que tenemos edad suficiente para recordar tan luctuoso período de nuestra historia, ponemos el foco en los inicios de aquel levantamiento. El estallido del conflicto no tiene sus causas exclusivas en la rebelión de unos pocos militares. Hubo otras, llamémoslas concausas, en el seno de una república, sucesora de una monarquía y con un gobierno democrático de izquierdas, rompiendo el papel del diálogo y amenazando desde los escaños del Congreso con la primera acción sangrienta. Como así fue.
En aquel entonces, en España, también había democracia. Una democracia formal, que fue toda una engañifa. La provocación era un estilo de vivir. La hora de la revancha había llegado. Los pobres deudores amenazaban o pasaban a la acción contra el poder o la avaricia de conocidos prestamistas. Ardían los conventos y las iglesias, mataban a curas y a seminaristas. Era todo un preludio de una guerra cívico-religiosa, que son guerras de la peor calaña. Todo un excelente caldo de cultivo para dar alas a la turba callejera deseosa de liberar sus ansias revolucionarias. Y, cuando esto sucedía, también había en España democracia. Igual que en el presente. Pero se trataba de una democracia enfermiza, débil, manipulada, donde moraban las miasmas del odio y se practicaba el pucherazo en los comicios. El asesinato era selectivo, afectando a víctimas de alto prestigio, para que la provocación resultara más eficiente. Y la provocación tuvo su efecto. Estalló la guerra en la que estuvieron muchos encausados, incluso los tibios quienes, con su silencio, siempre salvan su pellejo.
Todo bajo el santo nombre de la democracia. Palabra bonita asociada a otra que se llama libertad y que ambas, si se utilizan como guías de la justicia y bienestar son un beneficio social, pero, por desgracia, bajo su nombre se esconden actuaciones execrables. Fueron los griegos antiguos los que, usando la racionalidad acostumbrada, pusieron nombre al buen hacer de cualquier gobierno que se llamase democracia (demos, “pueblo “y kratos” poder “) O sea, el gobierno del pueblo. Luego fue el presidente Abraham Lincoln, en plena guerra civil americana, quien puso a la frase el añadido “por el pueblo y para el pueblo”. Por lo que se ve, la democracia es, por ahora, el mejor tipo de gobierno y ello, por el hecho de que sus valores descansan en el pueblo que elige, por votación, a sus representantes.
Por lo tanto, la democracia no es el político, ni un determinado partido, ni es de izquierdas, ni de derechas, ni de progresistas , ni de moderados. Pero tampoco es una entelequia para distraer la mente. Es una realidad que presta un servicio al pueblo y que su mínimo alcance que se merece ser respetada y no deturpada, como ocurre, a veces. Debe ser protegida, respetando los límites de los poderes del Estado. Al pueblo no se le puede engañar con mentiras, iniciales y permanentes. No se pude pasar todo un tiempo gastándolo en, maniobras de pactos que van y vienen, en vez de gobernar la economía y mantener un buen grado de bienestar en favor del ciudadano. No se puede intentar tapar la boca a la prensa, al mismo tiempo que se habla de regeneración democrática. No se pude meter la mano en la bolsa del Estado y luego tratar de incrementar la presión sobre el estamento jurídico para domesticarlo. Estos son, a rasgos generales, alguna de las enfermedades que está sufriendo nuestra bonita democracia. ¿Quién tiene que curarla? Su propietario que es el pueblo. Pues que vaya preparando el quirófano.