14 abril, 2024
Cuando queremos convencer a alguien podemos utilizar como ayuda los hechos que son evidentes, o los nombres y citas textuales de autores y libros importantes, que creemos que dicen la verdad. En la Antigüedad el mejor autor para citar era Homero, y en la Edad Media, los musulmanes, judíos y cristianos buscaban el apoyo de la autoridad para avalar sus afirmaciones en el Corán, y el Antiguo y Nuevo Testamentos. Esos libros sagrados no solo tenían que ser conocidos; a veces se aprendían de memoria y se solía discutir el significado de cada párrafo e incluso de cada palabra. Junto a los libros sagrados también se consideraban como autoridades a «los autores», o lo que es lo mismo, los clásicos griegos y latinos de todo tipo. Y uno de esos «autores», quizás el autor por excelencia, fue Aristóteles, al que se llamaba » el maestro de todos los que saben».
Fue algo curioso que en un ambiente político, cada vez más parecido a una discusión de arrabal que a un diálogo racional, el presidente del gobierno nos sorprendiese citando a Aristóteles, sin decir, claro está, de dónde estaba tomando la cita, y convirtiendo su apelación al célebre filósofo en un sinsentido. Según el jefe de los que nos gobiernan «Aristóteles habría dicho que la verdad es la realidad», lo que ni es cierto ni tiene sentido, porque en el lenguaje filosófico griego no se utiliza la palabra realidad.
La verdad, según Aristóteles, que creó dos grandes disciplinas: la lógica, o teoría del razonamiento y de la argumentación, y la retórica, o arte de la persuasión, o sea de convencer a los demás, reside en el juicio. Lo que hay que explicar con un poco de calma. Todos sabemos por la gramática que existen los nombres comunes y los nombres propios. Y en la lógica esos nombres se convierten en conceptos. Así, por ejemplo, águila es el nombre de una especie de aves, y a la vez es un concepto. Pero no se puede decir que águila sea verdad o mentira, si no formamos un juicio, o una oración simple que se compone de un sujeto, un verbo y un predicado.
Águila, así solamente, no significa nada. Para que podamos decir algo que sea verdad o mentira tenemos que unir la palabra águila con un verbo, normalmente el verbo ser, y un predicado. Si digo que el águila es un ave estoy diciendo la verdad, pero si digo que es un pez no. Y lo mismo pasa si digo que el águila tiene un pico curvo o vuela muy alto. El problema es que también puedo decir que el viejo ciclista Bahamontes era «el águila de Toledo», lo que es verdad, aunque ese ciclista no fuese un ave. Y también puedo decir que Juan tiene una vista de águila, aunque Juan no vuele ni tenga plumas. Y es que la verdad reside en el juicio, pero son igualmente verdaderos los juicios que se refieren a seres que existen y a los que no existen. Así, por ejemplo, es verdad que los dragones escupen fuego, aunque no existan. Y quien dice los dragones puede decir los gnomos, o cualquier otra clase de seres imaginarios.
Pero solo con los juicios no podríamos pensar ni hablar. Y es que los juicios se unen para formar silogismos. Y cada silogismo tiene por lo menos una premisa mayor, una menor y una conclusión. Hay silogismos de muchísimas clases, pero se puede poner un ejemplo muy sencillo. Si digo: «Todos los hombres son mortales. Sócrates es un hombre. Luego Sócrates es mortal», estoy utilizando la primera figura de la tabla de silogismos. Mi razonamiento es correcto, pero también lo es decir: «Todos los gnomos viven en una seta. David es un gnomo. Luego David vive en una seta». Y esto es así porque la conexión de los juicios es correcta, aunque no se refiera a la realidad. Se puede razonar igual de bien, técnicamente hablando, acerca de lo que existe como de lo que no existe.
Todo el mundo sabe que lo que existe puede ser percibido por los sentidos, de un modo directo o indirecto. Y por eso todos compartimos una cierta visión de lo que existe, a lo que nosotros llamamos realidad, pero Aristóteles no, porque el hablaría de los seres y de los entes. El problema surge cuando queremos mezclar, para defender nuestros intereses y expresar nuestros deseos, lo que existe con lo que no existe. Eso podemos hacerlo razonando mal, y utilizando en vez de silogismos, o argumentos, sofismas, o falsos argumentos, pasando del todo a la parte, y viceversa; haciendo que lo que es similar sea idéntico, confundiendo una propiedad con una cosa, y descalificando al rival.
Si yo digo: «Todos los diputados son gnomos. María López es una diputada. Luego María López es un gnomo», estoy diciendo la verdad. Formalmente esto es verdad, pero sabemos que no lo es en realidad, porque contradice otras muchas cosas que ya sabemos. Lo que ocurre en la política, ahora y casi siempre, es que los argumentos políticos se acercan más a los sofismas que a los silogismos, porque la política consiste en el arte de conseguir que la mayoría se deje gobernar por una minoría de modo voluntario. Por eso decían los griegos que los gobernantes debía decir «palabras dulces como la miel», o sea palabras agradables para movilizar a la gente en un sentido o el contrario.
Si te quiero convencer de algo necesito plantearte una pregunta, o una duda que necesite una respuesta. Luego debo darte hechos, argumentos y referencias de autoridades que aceptes, del tipo: «los dicen los científicos». Y necesito además que vayas repitiendo, interiorizando, toda mi argumentación. Si la sigues, pero no lo asumes, no habré conseguido convencerte, porque me falta tu asentimiento. Cuando hablamos y decimos: «tienes razón», expresamos nuestro asentimiento, y seguimos al que nos convence. Así pasa en la política. El problema es que en la política ha dejado de existir la realidad. La política solo son las noticias, lo que no es lo mismo. Pero además esas noticias fluyen tan deprisa, que unas matan a las otras. La que manda es la noticia de «última hora». Lo que en inglés se llama breaking new, o sea, la noticia que ha saltado o explotado y deja a un lado a todas las demás.
Nuestro legítimo, y escasamente erudito, presidente sabe que quien controla la información controla al mundo, y que quien controla a los que informan – con dinero, influencias y amenazas – controla la información. Por eso tenemos un departamento de «Discurso y Mensaje», o lo que es lo mismo, de propaganda y adoctrinamiento. Y por eso cada día se habla de lo que el gabinete de asesores del presidente, tan numeroso como las arenas del desierto, quiere que se hable. Los periodistas solo comentan las noticias de cada día o de cada hora, y repiten los mensajes de los «comunicadores» del gobierno; a su vez la oposición se limita a refutar lo que se va lanzando en cada momento desde los medios oficiales – cuya misión es «hacer pedagogía», es decir, educar a unos ciudadanos a los que consideran menores de edad mental. Así se ha conseguido que no exista la realidad, ni la política real, ni siquiera las noticias, porque todo es un flujo acelerado de información imposible de captar, y mucho menos de interpretar.
La política es el arte de mantener a todo el mundo en silencio y de hacer que la realidad quede oculta, excepto cuando interesa destacar de ella lo que a los políticos les conviene. Por eso la verdad no es la realidad. La realidad es lo que no se puede conocer, porque se ofrece a trozos manipulados. Y la verdad ya no son ni los hechos, que se ofrecen precocinados, ni los argumentos, casi siempre torcidos, que manipulan quienes pueden hacerlo para intentar convencer a los demás.
La retórica, también descubierta por Aristóteles, no es el arte no de la argumentación, sino de la persuasión. El orador maneja hechos y argumentos, pero sobre todo sentimientos de aceptación y rechazo, de amor y odio, de compasión y desprecio. Y como somos animales que nos movemos por nuestras pasiones, solemos ponerlas por delante de los hechos y los argumentos. Es normal que lo hagamos en nuestra casa, pero no lo es que la política sea el arte de manipular a los ciudadanos en beneficio propio, viviendo en la contradicción, mintiendo casi por defecto, y diciendo que estamos en la época de la post-verdad, o lo que es lo mismo, en la era de Pinocho.