10 septiembre, 2024
La Europa turistizada parece toda ella una sala de espera, sea el Obradoiro o las filas ante las puertas de embarque de un aeropuerto. Edades, color de piel, lenguas lejanas. Pasé dos horas largas en el de mi ciudad y advertí innumerables oficios que se complementan: el del piloto que se asomó para despedir a quienes nos trae desde Compostela, monos de trabajo de empleados con casco de Aena aparcando aviones… y aquella guapa, elegantísima y elástica limpiadora del vestíbulo: maquillada con esmero, una pañoleta rodeando su cabello negro, manejando la mopa con precisión; empleados empujan una silla de ruedas para impedidos, coches eléctricos con viajeros a bordo en tránsito conducidos por conductores seguros. Hice tiempo en un self-service atendido por un atento camarero con maquillaje femenino e imberbe, cuerpo escurrido de hombre, un trans a medio hacer. Oficios serviciales desempeñados por foráneos que serán dentro de poco los nuevos catalanes.
Todos somos servidores: el amigable capitán de la nave, el que verifica la tarjeta de embarque, la sonrisa entrenada de la azafata, aquella empingorotada limpiadora de la sala de acceso. Y yo que compro confites en el duty free shop para agasajar a mis parientes en destino. Hijos de Dios todos, constato al mirar a esa heteróclita turbamulta del aeropuerto. Fabulo una historia a mis compañeros de espera más cercanos: el padre separado en custodia de su hijo adolescente con la camiseta del Barça, dos veinteañeros diseñan un viaje a Escandinavia. Me levanto, cojo el bus, es hora de llegar a la ciudad, fin de viaje.