30 julio, 2024
Siempre hemos defendido a Juan Manuel De Prada, desde que leímos aquél incontestable Coños, hace ya muchísimo tiempo (1995). De forma que, cuando recibió el Planeta poco más tarde, en 1997, gracias a La tempestad, no nos extrañó en absoluto. Ya había ido cogiendo justa fama de narrador original, imbuido de una luz que provenía del hecho obvio de que, a sus 27 tacos, ya había leído lo suficiente para llenar una vida entera, si hubiera sido, que no era el caso, un lector medio. Pero es que, además, la digestión de sus lecturas se hacía notar, y ya se había convertido en un estilista finísimo, gracias al aprovechamiento de cosas como lo más florido y granado del Siglo de Oro. ¿Quién, hoy en día, puede presumir de hacer destellar como nadie el espíritu de Quevedo, por ejemplo? En ello hace hincapié otro lector voraz y afín a él, Arturo Pérez Reverte, en la banda que acompaña la primera edición de Mil ojos tiene la noche, con un subtítulo que dice 1. La ciudad sin luz, editado hace poco en Espasa, donde le describe, muy justamente, como “quizás el más brillante prosista de su generación”.
El libro es denso y amplio: 800 páginas. Cuando lo presentó a la editorial tenía exactamente el doble. Cuando lo vieron, le propusieron (y aceptó) editarlo en dos partes iguales, la segunda de las cuales ya está en proceso de preparación y corrección y me contaba Juan Manuel que sería editado en la primavera del próximo año, con un subtítulo: 2. Cárcel de tinieblas.
Poco antes de ganar el Planeta, nuestro autor se había bautizado como novelista con algo realmente fascinante llamado Las máscaras del héroe, que estaba protagonizado por Fernando Navales, un camisa vieja de un cinismo y un encanto que (aparte de la crueldad) lo hacían inolvidable. Pues bien: para esta última obra, rescata a ese personaje. Y lo sitúa en París, durante los años de la ocupación alemana. Su papel es, más o menos, el mismo que antes. En resumidas cuentas, una especie de comisario político al servicio de la Falange y que se encarga de intentar atraer a sus redes al mayor número de miembros de la corte variopinta de exiliados españoles, artistas, escritores e intelectuales, que se han instalado allí bien huyendo del franquismo ya triunfante o liberados por fin de los campos de concentración destinados a los republicanos en el sur de Francia. Muchos de ellos están allí porque no han tenido oportunidad de largarse en barco a Sudamérica (México, Argentina, etc.).
Entre los presentes había de todo: desde el interesantísimo embajador José Félix de Lequerica, hombre de Deusto o de la London School of Economics, que tiene un papel extraordinario y socarrón, hasta Pablo Picasso, a quien el autor, con una justicia tajante, pone a caer de un burro (“Mire, este lo pinté después de pegarle una buena tunda y dejarla inconsciente en el piso. ¿Verdad que parece que sueña con los angelitos?”, le dice el artista todo ufano ante un retrato de Dora Maar). Y está César González Ruano (“Ruanito”), con quien tiene una amistad íntima, de verdadero compadreo, y a quien utiliza como ayuda oportuna en el trato con nazis de importancia crucial, como Paul Joseph Goebbels. Y también Gregorio Marañón, y Antoni Clavé, y, cómo no, el “cuñadísimo” Ramón Serrano Súñer. Y, por supuesto, verán aparecer las sombras de Céline, y de Paul Éluard, y de lo más granado de la intelectualidad francesa…
Todo el texto del volumen está escrito, decía, con una altura insuperable. Pero hay un capítulo que rompe todas las normas. Es el capítulo II de 1941, dedicado íntegramente a María Casares, la gallega hija del presidente Casares Quiroga, Primera Dama del Teatro Francés y musa, entre otros, de Jean Cocteau. Es una prueba que hace en sus primeros tiempos para una obra menor y en donde, por una serie de razones, está condenada previamente al fracaso. A pesar de los pesares, actúa con tanta intensidad, con tal hondura, que emociona a todos los presentes y se lleva un papel infinitamente más serio de lo que esperaba…
Otra de esas obras que, son, por supuesto, imprescindibles…