23 julio, 2024
Desvergonzado es aquel “que habla u obra con desvergüenza”, y también el que “no muestra vergüenza por cometer acciones que se reputan inmorales”. Y vergüenza es la “turbación del ánimo ocasionada por la conciencia de alguna falta cometida, o por alguna acción deshonrosa y humillante”.
Por otro lado, sinvergüenza es un insulto, siempre que lo escribamos todo junto y significa, dicho de una persona, “que comete actos ilegales en provecho propio, o que incurre en inmoralidades”. Ese calificativo dirigido al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, salta casi instintivamente cuando se le ve, se le escucha, y se comparan sus declaraciones, opiniones, anuncios y promesas con lo que realmente ha cumplido o va a cumplir.
Dice el refranero que la vergüenza cuando sale ya no entra, porque una vez perdida, se pierde para toda la vida. Sánchez perdió la vergüenza política, si es que alguna vez la tuvo, en el mismo instante en el que apareció en política. La otra vergüenza, esa del “me da vergüenza”, la ha ido perdiendo poco a poco. Si echamos la mirada atrás podemos recordar fácilmente cómo, al inicio de su carrera política, le pillamos metiendo votos en una urna escondida, tratando de falsificar el resultado del Comité Federal del PSOE que finalmente le descubrió y le obligó a dimitir. Y sin ninguna vergüenza, se subió a su Peugeot 407 acompañado de Koldo y de Ábalos para recorrer España recabando apoyos y convertirse de nuevo en el líder del PSOE, dejando a la vista de todos que su ambición de poder es mayor que su vergüenza.
Que estamos ante un redomado sinvergüenza ha quedado más que acreditado desde entonces. No le dio ninguna vergüenza subvencionar a su hermano, colocar a los amiguetes, plagiar a diestro y siniestro, vivir del cuento y de los cuentos.
Antes de ser Presidente, su esposa, Begoña Gómez, trabajaba en una empresa que impartía formación a comerciales de telemarketing. Pero tras el ascenso de su marido, esta paso de inmediato a anunciarse en sus redes sociales como la puerta por la que las empresas pueden acceder a los cuantiosos fondos que reparte su marido y a reunirse con empresarios cuyas empresas son rescatadas por el Gobierno, y ello sin sonrojarse. Firma certificados de apoyo a las empresas que financian sus cursos, para que ganen concursos públicos millonarios, y tampoco se abochorna.
Dice Aristóteles que “la autoridad, por naturaleza, tiende a hacer el bien a quienes le están sometidos. Pero si la autoridad se corrompe, perderá de vista el bien común, perderá su naturaleza y perderá su propia razón de ser y ya nadie le estará sometido”.
A Sánchez, lo único que parece darle vergüenza es que le abucheen en la calle, le llamen traidor y le tilden de dictador. Pero enseguida se repone y no le da vergüenza la caravana de coches de escolta que le arropan o que las calles se corten al tráfico y se blinden kilómetros a la redonda desde el punto por el que tiene que pasar. Habría que remontarse a 1808 cuando un Napoleón victorioso manejaba España, con el consentimiento del Rey Fernando VII, para sentir de nuevo la misma vergüenza que debieron sentir los españoles de entonces.
Sánchez es un desvergonzado, o lo que es lo mismo, un atrevido, un descarado, un descocado, un fresco, un impertinente… un sinvergüenza y tal vez sea esto lo que precipite su salida del Gobierno antes o después.