14 julio, 2024
Nada más adecuado que este verso del maestro Santos Discépolo para comenzar un artículo sobre lo que podría ser el fin de las universidades. No se trata de ir de profeta, ni tampoco de entonar el lamento por unos marchitos esplendores, sino de dar fe de un proceso de transformación que podría hacer que esas instituciones dejen de ser necesarias, al asumir sus funciones otras distintas a ellas. El pecado capital del historiador es el anacronismo, que puede hacerle creer que el pasado fue como el presente, y que el futuro también será igual. Nada más lejos de la realidad, porque todo lo que ocurre tiene un principio y un fin, y por eso nada podrá repetirse de la misma manera. Y si hay un campo en el que anacronismo brilla con luz propia es el de la historia de las universidades.
Se ha dicho de todo, desde que fueron creadas por los pitagóricos, con sus escuelas masculinas en las que vivían en comunidad, siguiendo un régimen vegetariano y practicando la castidad por motivos religiosos, a la vez que estudiaban geometría e intrigaban en política. Y que universidades fueron también la Academia de Platón, el Liceo de Aristóteles o la Biblioteca de Alejandría. Nuestras predecesoras inmediatas fueron las universidades medievales, controladas por órdenes religiosas, fundadas gracias a privilegios papales, y en las que lo que se enseñaba eran la teología y el derecho.
Esas universidades estaban destinadas a minorías privilegiadas y expedían privilegios, a modo de títulos para ejercer el derecho, ocupar puestos religiosos, y en mucha menor medida ser médicos. Fue cuando esas universidades comenzaron a morir de anacronismo, o a transformarse, cuando nació en Prusia a comienzos del siglo XIX lo que llamamos universidad. Y ese hecho tuvo lugar en Berlín, cuando el rey ordenó a Wilhelm von Humboldt que fundase un nueva institución, en la que los profesores impartiesen unas enseñanzas nuevas, fruto de sus obras, y dejasen de leer en clase – por eso a los profesores se les llamaba lectores – los acartonados libros de texto que habían superado la censura eclesiástica o real, que a veces era la misma. Es en honor de esos mamotretos de donde nació la palabra bártulo, término despectivo con el que los estudiantes llamaban a los libros de derecho del famosísimo jurista Bartolo.
Un profesor era un experto en un campo, que tiene un prestigio que deriva de una obra conocida, como Hegel en filosofía, o de sus descubrimientos científicos, como el caso del químico Liebig, o de Wilhelm Wundt, creador del primer laboratorio de psicología. Para que pueda haber un profesor es necesaria la libertad de cátedra, que nuestra Constitución reconoce y que ha dejado de existir totalmente. Esa libertad consiste en la idea de que no se pueden poner límites políticos, religiosos, ni administrativos, al conocimiento. El conocimiento tiene su lógica propia, y es siguiéndola como progresa. Para poder valorar un tipo de conocimiento es necesario tener un conocimiento previo. Eso solo podrán hacerlo los especialistas facultados para ello. Hegel impartía sus lecciones, que eran obras originales, publicadas casi todas después de su prematura muerte causada por una epidemia de cólera. Los mismos días y a las mismas horas puso sus cursos Arthur Schopenhauer, como Privatdozent, es decir como un profesor si sueldo fijo que debía vivir de las matrículas que pagaban sus alumnos. No tuvo alumnos, razón por la cual siempre odió a Hegel, pero no los tuvo porque preferían los cursos de Hegel, y no porque lo impidiese el rector. Sin embargo, muerto Hegel, fue el filósofo más popular y leído en Alemania.
El pobre Inmanuel Kant, quizás el filósofo más importante de la Europa moderna, que era catedrático de Lógica y metafísica, pero impartió asignaturas como «Geografía física», «Mecánica celeste», o sea la física newtoniana, e incluso «Pirotecnia», o ciencia de hacer explosivos, de la que nació buena parte de la química, nunca pudo explicar su filosofía en clase, porque tenía que leer los manuales anticuados aprobados por la ANECA del momento: la censura prusiana. Por la mañana enseñaba una cosa y a la tarde era un filósofo diferente; lo que se llamaba entonces «filósofo popular», o sea de verdad. Al pobre Tomás de Aquino también la pasó lo mismo. Hoy se le considera el gran maestro creador de la teología católica, pero en su época Étienne Tempier, que era obispo de Paris, pero que debía ser más corto que las mangas de un chaleco, encontró más de 80 herejías en sus obras. Es lo que tiene ser un evaluador, o sea, uno que no sabe nada, porque si no, no podría evaluar, pero que cree que le puede decir a los que saben cómo deben saber lo que ellos saben y él no.
La universidades alemanas fueron las primeras universidades modernas. Su modelo fue imitado por las anquilosadas universidades inglesas, y en menor medida por las francesas, siempre bajo la pata de la Sorbona. Francia tuvo que crear instituciones paralelas a la universidad, la Escuela Normal Superior, la Escuela Politécnica, para formar ingenieros, la Escuela de Altos Estudios, para ir introduciendo las nuevas ciencias frente a unas universidades burocráticas y estériles. Lo mismo ocurriría en Italia, o EEUU, en donde las viejas universidades que enseñaban derecho y teología, como Harvard, fueron arrinconadas por las escuelas politécnicas, la primera de las cuales fue la Academia de West Point, en la que se formaban artilleros e ingenieros.
La enseñanza de las ciencias y las técnicas pasó a los grandes hospitales unidos a las universidades, a centros propios, como las escuelas de «Puentes y Caminos», las Escuelas Navales, pasando la creación del conocimiento científico, tras la Segunda Mundial, que en cinco años creó más avances técnicos que el siglo anterior, a las grandes industrias, que podrán quizás formar a su propio personal al margen de las universidades.
En España el modelo alemán no se introdujo en el siglo XIX y solo en pequeña medida en la segunda mitad del siglo XX se vio nacer algo similar. La libertad de cátedra no se reconoció; al contrario, en el siglo XIX se expulsó a profesores por motivos políticos, y con el franquismo la censura se mantuvo en el terreno político, mientras la economía y la sociedad se modernizaban siguiendo su propia lógica. Esos caminos de la ciencia y de la técnica están ahora solo en muy pequeña parte en manos de las empresas, debido al peso que en la economía tienen los servicios, la agricultura, y al predominio de la pequeña y mediana empresa, que en gran medida no necesita investigar para innovar.
Ante este panorama, el siglo XXI de las universidades públicas españolas ha visto nacer a universidades sin profesores. A universidades de funcionarios burócratas en todos los terrenos, que creen que el fin de esas instituciones es justificar su propia existencia. Como se consideran un fin en sí mismos, creen que pueden gastar los fondos públicos sin otra tasa que los límites que se les impongan. Para ellos el conocimiento no vale por sí mismo, porque no saben lo que es, y tampoco les importa la rentabilidad, porque están al margen del mercado y la realidad. Ni mucho menos la eficacia. Para ellos lo complejo es mejor que lo simple, la forma es más importante que el contenido, la apariencia debe dominar a la realidad. Y lo único que importan son el orden y la disciplina. El orden de quienes controlan, solo porque tienen la capacidad de controlar, y sin ningún otro fin.
Han creado una universidad sin profesores. Una universidad en la que la mediocridad de quienes solo se ajustan a las normas es la mayor distinción. Una universidad en la que ser original significa hacer lo que hace todo el mundo, siguiendo las normativas para el fomento de la originalidad, que establecen que la originalidad es aquello que está regulado del principio al final. La originalidad pasa a ser un derecho fundamental de los mediocres que escriben las normas y de los más mediocres que las siguen a ciegas. La originalidad es la distinción universal que a todos iguala, para que todos destaquen por igual.
En medio de todo esto se ha creado una nueva especie de pseudo profesores e investigadores: la de quienes creen que su función debe ser la intriga y la manipulación de las reglas que permiten ascender dentro de un nuevo mundo, en el que ya no existen ni el conocimiento, ni la eficacia, ni la rentabilidad. La de quienes creen que «todo es igual, nada es mejor», porque no existen otros criterios de distinción que el de moverse como marionetas dentro de un sistema, qua ha conseguido que, además de sistematizar la ignorancia, las personas se vuelvan más mezquinas, más insolidarias y más viles. Eso sí, siempre podrán hacer rimbombantes manifiestos.