26 mayo, 2024
Las historias de la gran emigración gallega, rumbo a Argentina en particular, siguen presentes en cada esquina porteña hasta nuestros días. La mezcla de culturas produjo profundos cambios en la forma de vida de ambos pueblos, que ante la necesidad de adaptarse conjuntamente terminó forjando una identidad plagada de referencias en común. Y si bien históricamente gallegos y argentinos nunca habíamos sido tan diferentes, más de un siglo de convivencia nos consolidó definitivamente en una hermandad llena de anécdotas interminables.
Vidas de ilustres desconocidos, como en el caso de Cristóbal Cuenca, un reflexivo jubilado oriundo de Sigüeiro, que con su relato no hace más que embellecer la relación entre ambos países. Apenas conocerlo, nos recibe con cara seria… y una queja: “Mi hija me lee en voz alta tus artículos sobre inmigrantes que escribís en el Diario de Santiago y aunque acepto que son muy emotivos, siempre estás entrevistando mujeres. Ya era hora de contar la historia de los hombres, como la de este gallego de piel curtida en Argentina, padre de 9 hijos, abuelo de 14 nietos y que ahora mismo se encuentra festejando el ascenso a Segunda con el Depor”.
Cristobal tiene 78 años y mientras no deja un segundo de cebar mates para ofrecernos, cuenta que “mis padres nacieron y se criaron en Sigueiro, en el ayuntamiento de Oroso de A Coruña, muy cerca del río Tambre. Él era carpintero y mi madre se dedicaba a trabajos de costura. La falta de oportunidades laborales y sus bajos recursos económicos siempre los hizo pensar en emigrar hacia América, pero lo pudieron lograr finalmente recién al concluir la Segunda Guerra Mundial. El conflicto bélico terminó en 1945 y exactamente un año después, desde el puerto de A Coruña, embarcaron hacia Argentina. Pero el pequeño detalle es que no viajaron solos”. Y con una pequeña mueca invita a la repregunta.
¿Viajaron otros familiares? “No, bueno si. Viajaron más familiares, si. Viajamos, querrás decir. Mi madre había quedado embarazada pocos meses antes del viaje y abordó el transatlántico conmigo en la panza. Me concibieron en Galicia, viajó embarazada y yo nací en Buenos Aires. Y ahora te hago la pregunta que pienso cada día y pido total sinceridad en la respuesta: ¿Soy gallego o argentino?”. Y sin dar tiempo al análisis, prosigue: “Por más que me sienta argentino, que tenga documento de identidad argentino desde el día que nací, no sé, te juro que quizás por una cuestión de necesidad hereditaria deseo saber, confirmar si al haber sido concebido en Sigüeiro no soy oficialmente gallego”.
La ternura que genera su confusión basada en el anhelo de decirse gallego no nos permite hacerle ninguna acotación sino solo seguir escuchando la voz que nace de su corazón. “Desde pequeño he leído mucho sobre el tema: mira, ¿si mis padres hicieron el amor en Galicia, el bendito espermatozoide se unió con un óvulo de mi madre en Galicia y allí comenzó mi gestación, porque no soy gallego? Y por suerte nací en Argentina, mucho peor hubiera sido si me tocaba bajar del barco en otro país que no me gustara. Imaginate si por ejemplo hubiera ido a Estados Unidos… Iba a terminar siendo un gallego que no nació en Galicia, inscripto en Miami y que no sabía hablar inglés” y suelta su primera sonrisa.
Allí es cuando interviene una de sus hijas y nos confiesa que a toda la familia aún le cuesta diferenciar cuando Cristóbal habla en serio o está bromeando, pero que el tema sobre si es gallego o argentino lo comenta a sus allegados cotidianamente. Luego el protagonista vuelve a tomar la palabra y retorna al tema recurrente: “El viaje, según mi madre, fue eterno. Viajaron incómodos, sufrieron mucho la humedad y la alimentación era mala. Además al llegar al puerto de Buenos Aires no conocían a nadie y terminaron gastando sus pocos ahorros para alquilar una habitación en una pensión muy humilde en el barrio de Floresta hasta que mi padre consiguió trabajo en un puesto de venta de diarios. Enseguida nací yo, en el hospital Alvarez y me pusieron Cristobal de nombre porque ellos también estaban descubriendo América.”
Sin saber si el origen de su nombre también era un chiste u otra anécdota de la sorprendente historia familiar, la charla continúa con el relato de su vida. “Mi padre pudo ahorrar algo de dinero y terminó comprando un terreno en un loteo que pudo pagar en cuotas económicas en el barrio de Temperley, muy cerca de la estación de trenes, en la zona sur de la provincia de Buenos Aires. El problema es que al mudarnos allí no pudo mantener su trabajo de diariero porque le quedaba muy lejos de donde estábamos alquilando, así que comenzó a utilizar el fondo del terreno como una quinta para cosechar frutas y verduras y con las ventas que conseguía, fue construyendo la casita. Al principio recuerdo que era de madera y los agujeros de las ventanas tapados con tela ¡qué frío entraba, por Dios!. Pero de a poco fue comprando ladrillos hasta poder concluirla dignamente”.
“Y como te decía, a mi por ser el hijo mayor me tocó trabajar desde muy chico y ni siquiera terminé la escuela primaria. A los doce años ya me encargaba de vender las verduras en bicicleta; salía al amanecer y volvía recién cuando se terminaba toda la mercadería. Casi siempre volvía muy tarde, a veces hasta de noche. Mi padre hacía la misma labor y mi madre se encargaba de cuidar la huerta. Había que salir adelante sea como fuese y eso me lo inculcaron desde pequeño. Nosotros éramos 6 hermanos y yo tuve 9 hijos; esto de las familias numerosas parece que siempre fue igual. También es hereditario.” nos cuenta mientras llama a su esposa para sacarse una foto juntos pero se niega, coqueta, alegando estar despeinada.
Mientras convida el enésimo mate amargo y se queja de precio de la yerba (que en los últimos 4 años años aumentó un 1400%) continúa contando que “la venta callejera de verdura era sacrificada pero funcionaba bien, así que mi padre puso un local en nuestra propia casa mientras mis hermanos y yo seguíamos vendiendo en bicicleta o haciendo entregas a domicilio por los distintos barrios de la zona. Si hubiéramos registrado la idea, hoy seriamos el Uber de las verduras y tendríamos una mansión con vista al mar en Sanxenxo, pero lo bueno es que en uno de esos viajes de reparto conocí al amor de mi vida, Francesca, hija de italianos también inmigrantes. Nos casamos en 1966 y seguimos juntos. Y debo decirte que me ha tenido mucha paciencia”.
Y en ese momento aparece Francesca para ampliar el relato. “Apenas nos conocimos, nos dimos cuenta que aunque él venía del norte de España y yo del sur de Italia, las vidas de los emigrantes de aquella época tenían una enorme cantidad de cosas en común. Además provenimos de familias con raíces muy aferradas a su origen, que mantuvieron sus costumbres y de esta manera siempre sentimos como si nuestras vidas estuvieran partidas a la mitad. Con tíos, primos, amigos y hasta hermanos en la otra punta del mundo, durante años enterándonos de nacimientos, casamientos o fallecimientos mediante cartas que demoraban semanas en llegar. Sinceramente en Argentina pudimos prosperar, pero poco se habla del esfuerzo y el sufrimiento que hemos tenido que sobrellevar.”
Un silencio absoluto domina la casa durante unos instantes y luego retoma la charla Cristóbal. “Si, la verdad es que hemos luchado y salido adelante de muchas situaciones difíciles. Y dentro de este mundo tan injusto, donde la pobreza absoluta hizo que mi familia se dividiera entre Galicia y Argentina, mis padres eligieron el destino correcto y eso nos salvó la vida a todos. Acostumbro a decir que quienes no pudieron emigrar fue por falta de medios o exceso de miedo, pero los entiendo con toda mi alma: los precios de los pasajes eran demasiado caros y dejar todo atrás para empezar una nueva vida tan lejos hizo que muchísimos no se animaran a pegar el salto. Pero te aseguro que entre los que se quedaron en España, la gran mayoría no consiguieron buenos trabajos hasta varios años después. Y yo, en Buenos Aires, no hubo un solo día en que haya pasado hambre”.
“De hecho -prosigue Cristóbal-, el peor momento de la economía argentina es ahora, donde los jóvenes, a contramano de las generaciones pasadas, ahora miran con buenos ojos emigrar a España. Aquí murieron mis padres, me casé, tuve a mis hijos y aunque como ya te dije, todavía no sé si soy gallego o argentino, esta hermosa tierra me ha dado todo. Es verdad que he trabajado incansablemente desde pequeño y me hice cargo de la verdulería hasta jubilarme, pero nunca nos faltó nada y hasta pude volver a Sigüeiro con mi esposa e hijos para que conocieran mi pueblo. A veces pienso en lo que hubiera sido de mi vida si mis padres hubieran decidido quedarse en Galicia: acá me quejo de la inflación, la inseguridad y de los gobiernos desastrosos que tuvimos los últimos 20 años, pero cada mañana despierto al lado de la mujer que amo, ví crecer sanos a mis hijos y si no me duelen las rodillas, hasta puedo jugar en el piso con mis nietos. ¿Qué más le puedo pedir a este bendito país?”