14 abril, 2024
Nos encontramos en plena era de la desinformación, un problema que está alcanzando en la sociedad niveles preocupantes pues los contenidos que se suministran al público son en buena parte falsos. Es un fenómeno intencionado que nace con el propósito del engaño y la manipulación; no obstante, ha existido siempre y en la antigüedad con menos crudeza, en forma de leyendas, bulos y escritos tergiversados. Ahora con la rapidez y la inmediatez de las comunicaciones, se complica la percepción de la verdad y la mentira; la confusión se extiende en todos los ámbitos, de la política a la economía, o la sanidad. También el mundo del arte es blanco de esa ceremonia de la confusión; se alteran trayectorias artísticas a conveniencia o se condenan al ostracismo por cuestiones ideológicas o por otro tipo de intereses.
La historiografía ha registrado episodios de la vida y obra de artistas que no responden exactamente a la realidad. En el terreno de los olvidos se ha movido la producción femenina, ahora en vías de resolución; pero no es solamente la ausencia, el problema de tantas mujeres artistas que han quedado opacadas; existen omisiones, carencias y es necesario reparar; un ejemplo puede ser el caso de la escultora Camille Claudel (1864-1943) cuya trascendencia en la obra de Rodin es capital; su posición como artista de intensas condiciones e ideas propias y que el escultor absorbió, en parte para si mismo, no ha sido restituida y el desequilibrio lo vemos claramente en el Museo Rodin de París; desde el nombre a los planteamientos de contenidos y exposición, todo va dirigido a ensalzar y glorificar al escultor que fue en su momento un hombre de mundo y poder en las esferas políticas.
En periodos anteriores de la historia fue habitual narrar acontecimientos destacados y sublimarlos en el espacio acotado de un friso, un lienzo o grupo escultórico conviviendo la veracidad del motivo principal con la fantasía y la fabulación. Ligado el arte a los poderes religioso, político y económico y asentada la misión transmisora, la pintura de historia recorre los ciclos, se adapta a corrientes artísticas y por el elevado número de creaciones es especialmente ostensible en el siglo XIX; la evocación de gestas y heroicidades o la constatación de sucesos decisivos del presente quedarán inmortalizados en los cuadros de Mariano Fortuny, Francisco Pradilla o Eduardo Rosales, quienes fueron más allá del momento al escoger cuidadosamente los temas objeto de recreación Las obras tenían en su esencia el sentido de ilustrar y otorgar visualidad al motivo elegido. Nada nuevo, pues el ejercicio de dejar constancia a través de la pintura sobre lo acontecido se remonta a épocas tan lejanas como la Edad Media y el Renacimiento; en ambas las diferencias son notables; si en la primera predomina la pintura religiosa, en el segundo, las condiciones ya han variado y se hace uso de mitologías aleccionadoras.
El neoclasicismo retornó al pasado y los artistas se adentraron en el mundo grecorromano para rescatar hazañas y notables personalidades, plasmándolas en consonancia con el gusto y los intereses de su tiempo; en el Barroco, se pusieron al servicio de las monarquías, crearon escenas esplendorosas con la finalidad de relatar proezas o enaltecer figuras trascendentales y así fijarlas en la memoria colectiva; son centenares las pinturas que nacieron para verificar todo aquello que merecía ser historiado.
Magnificencia y sentido de la generosidad a la hora de contar un episodio real y proyectar un mensaje al futuro resplandecen en un buen número de grandes obras de la historia de la pintura. Sin embargo hay una que destaca extremadamente: “La rendición de Breda o Las lanzas” (1634-1635) de Diego Velázquez. Al margen de los valores plásticos que le confiere su autor, hay otros que van más allá de la genial representación y que aluden al honor, a la dignidad de los valores humanos. No debemos obviar algo que se adentra en el terreno de la ética y es el modo de expresar la derrota, así como el respeto y la elegancia que transmiten los personajes, Justino de Nassau y el general Spinola en su saludo; vencedor y vencido están situados en un plano de igualdad y muestran entre ellos una sincera sintonía que se aprecia principalmente en los rostros y gestos. Un mensaje que conlleva la carga informativa de un capítulo memorable y real, expresado en clave moral, sin rencor y que en estos tiempos abruptos y desconcertantes invita a la reflexión sobre la eterna grandeza del arte.