7 septiembre, 2024
Las universidades gallegas han sido siempre la parienta pobre, la particular cenicienta del Sistema Educativo de la Comunidad Autónoma, en su continuada –y siempre frustrada- lucha por una financiación pública que cubra las necesidades específicas que una enseñanza de tercer y hasta cuarto nivel supone en la mejora de los sistemas productivos, económicos y sociales de Galicia. Es decir, en la posibilidad de retorno de los esfuerzos inversores en educación.
Ni siquiera el acordado no hace tantos años sistema plurianual de presupuesto, que cuando menos sirvió para dar un mínimo de estabilidad financiera a los campus, puede considerarse un marco que venga a colmar las satisfacciones de los equipos rectorales para ofertar una enseñanza y una investigación de calidad. Entre otras razones, porque en su rigidez presupuestaria es incapaz de asumir cuantas urgencias infraestructurales se escapen del marco de normal funcionamiento. Tal que la inexistente Facultad de Farmacia de Santiago.
Por eso no sorprende que el rector coruñés, en su condición de anfitrión de la inauguración del nuevo curso, nuevo también para él en el cargo, aludiera en su discurso a cuestiones anquilosadas en el sistema universitario gallego, como son la financiación, la internacionalización, la renovación del personal académico, la transferencia de conocimiento y el nuevo marco normativo de la LOSU.
Cierto que no todos esos puntos atañen directamente al Gobierno gallego. Pero sí los más trascendentes, tales como el anunciado por el rector Ricardo Cao al lamentar que la escasez de financiación estructural junto a las buenas cifras en la captación de fondos en convocatorias competitivas “poden facernos morrer de éxito”.
Y, claro, mentó la bicha al recordar que Galicia no alcanza la inversión del uno por ciento del PIB en los centros universitarios como fija la LOSU, del mismo modo que está a años luz (0,97 %) del objetivo del 2,12 por ciento que el Gobierno se propone para investigación y desarrollo antes de 2027.
Por eso la respuesta del conselleiro, se diría que mero convidado de piedra pese a su probada eficacia en los otros niveles de enseñanza –en este caso porque es el Gobierno gallego en conjunto el reacio al cambio de situación- se centró en presumir de la gratuidad de las matrículas, avanzó la promesa de alcanzar antes que nadie ese 1% y hasta demandó “una dose de autocrítica conxunta” respecto a la necesidad de que la educación superior sea una “realidade útil” y “conectada co entorno e á realidade socioeconómica”. ¿Supone una reprimenda directa de la Xunta a la falta de compromiso de país de nuestras universidades? De serlo, mejor sería reservar esa crítica para ámbitos menos públicos y más colaborativos. Acaso porque también los rectores tienen mucho que decir en esa misma falta de compromiso que cargar en el debe del Gobierno gallego.
En los primeros años de Gobierno de Fraga en la Xunta se llegó en alguna ocasión a la necesidad de que algún vicerrector acudiese al despacho del presidente -invocando antiguas relaciones afectivas a la sombra del Parlamento Europeo- en demanda de un anticipo a la universidad para poder pagar la nómina del mes. Ni que decir tiene que el presidente dio la correspondiente –y silenciosa- orden. Aún vive algún protagonista para contarlo.
La anécdota no es más que un ejemplo de las vicisitudes que siguen atravesando nuestras universidades, quizá porque aquí, después de Fraga, no hay nadie que se haya planteado la necesidad de imitar a Corea del Sur, que en apenas 70 años da demostrado que la inversión en educación tiene un retorno exponencial como es contar con una mano de obra altamente cualificada, con un ingreso medio familiar que se sitúa el octavo del mundo y el más alto de Asia.
¿Será que aquí aún no hemos podido superar la aciaga condena del “que inventen ellos”, que mancha nuestra historia no tan lejana?